sábado, 22 de agosto de 2015

MATERNIDAD, AMATERNIDAD, INMATERNIDAD: PASEN Y VEAN, HAY PARA ELEGIR

Tener o no tener hijos, esa es la cuestión

El disparador de este texto fue el artículo periodístico “El tabú de no querer tener hijos”, de Ana Ramil para “La Opinión A Coruña”, que Flavia Company colocó en su muro de Facebook.

Por Carles Tàvec

Comienzo confesando que quien escribe estas reflexiones deshilvanadas sin más pretensión que ordenar su propio pensar, (tiene) ha tenido (tuvo) una hija que ya cuenta con 28 años de edad, consecuencia de un matrimonio heterosexual que duró 23. Soy consciente de que mi vida fue una a partir de su nacimiento y podría haber sido otra muy diferente sin ella; pero puestos a elegir, diría el Nano, no me asisten motivos de queja. En Argentina decimos que con el diario del lunes es muy fácil saber lo que pasó el domingo, pero estando en sábado solo podemos conjeturar “lo que vendrá” -título de un cautivante tango de Astor Piazzolla-, pues no hay manera de predecir el futuro.

En el párrafo anterior, escribí entre paréntesis el presente del verbo tener del modo indicativo y dejé vigente el pretérito perfecto compuesto, cuando tal vez debería haber usado el pretérito perfecto simple, también entre paréntesis, porque en verdad no sé si todavía la hija que tengo es mi hija, y no me refiero al ADN sino a que dudo que pueda seguir ejerciendo la función de padre sobre un ser que en líneas generales no necesita que lo alimenten ni lo vistan ni lo lleven a la escuela ni lo protejan, ni otras etcéteras, cosa que ella así me lo hace saber cada vez que puede. No me imagino a otros mamíferos, pongamos un jaguar, por caso, sobreprotegiendo a sus crías cuando estas ya pueden procurarse alimento por sí mismas, y sin embargo no me imagino desentendiéndome de mi hija de la misma manera ¿Por qué? ¿Me pasa solo a mí? 

Tener un hijo (engendrarlo) o no, es el gran dilema que enfrentan en algún momento las parejas, sean heterosexuales o no. Y lo mismo pasa con la adopción ¿En qué consiste ese dilema?

Antes de intentar respuestas, una digresión: en los párrafos anteriores utilicé deliberadamente el verbo “tener” y el pronombre posesivo “mi” para poder denunciar aquí el abuso que hacemos de ellos. Tenemos frío como tenemos un pullover. Tenemos un resfriado de la misma manera que tenemos el dinero para comprar un analgésico antifebril. Tenemos un hijo como tenemos un teléfono celular “inteligente”. Y utilizamos el pronombre posesivo para referirnos a otras personas como si fuesen de nuestra propiedad: “mi” hija, “mi” mujer, “mi” marido. Esto no es casualidad en las sociedades actuales, sino la consecuencia de que por diversos mecanismos “tenemos” muy internalizado el derecho de propiedad y lo hemos extendido más allá de sus límites racionales hasta sentirnos dueños de todo cuanto nos rodea: nos asalta la ilusión de poseer tanto cosas como personas. Si Diógenes de Sinope resucitara, su vida se apagaría de pena en un nanosegundo al ver en qué nos hemos convertido los seres humanos.

Y aquí vamos arribando al intento de respuesta a la pregunta ¿en qué consiste el dilema de tener o no tener hijos?

Los condicionamientos familiares, compuestos de la tradición, los hábitos y las costumbres, junto con las normas de convivencia impuestas por el tipo de sociedad en que vivimos, necesarias para reproducir las condiciones de su existencia, nos imponen una serie de mandatos que al cumplirlos nos colocan del lado de los buenos, en contraposición con los díscolos, los rebeldes, los descarriados, las ovejas negras que forman una minoría perseguible y exterminable, aunque no físicamente pero sí con métodos fascistas, discriminatorios, que buscan domarlos y traerlos de nuevo al redil “para que se dejen de joder” Estamos empantanados en el sistema binario: encendido/ apagado, blanco/ negro, bueno/ malo, hombre/ mujer, y pareciera que no hubiese espacio para “terceras posiciones” Es tener hijos o no tenerlos, como si se tratara de religiones y no nos cupiera el derecho de no aceptar ninguna.

En las sociedades actuales se da por sentado que un ser humano feliz es aquel que ha formado una familia, que ha progresado materialmente hablando, que llegó a obtener un empleo bien remunerado con el que bancar los costos de su nivel de vida y de sus propiedades (viviendas, automóviles), y cuya máxima prueba de adaptación es ser titular de una cuenta bancaria o varias, de una tarjeta de crédito o varias, y estar endeudado, que en EEUU es el símbolo más claro del pertenecer. La base de toda la estructura social es el consumo, y así como muchos negocios viven del automóvil (talleres de mantenimiento, fabricantes de neumáticos, compañías de seguro, refinerías, estaciones de servicio), muchos otros abastecen la demanda relacionadas con los niños (cremas, perfumes pañales, leche especial, cochecitos, ropa, juguetes, espectáculos, discos, pediatras y hasta psiquiatras)

La consecuencia del buen pasar es el individualismo (no confundir con individualidad) que incentiva el comportamiento egoísta frente a quienes no gozaron de la misma suerte, hasta que sobreviene una crisis como la de fines de 2008 y todo aquello que habíamos obtenido por adaptarnos al sistema se desmorona como un castillo de arena barrido por la marea. Podemos pasar de excluyentes a excluidos sin solución de continuidad y debemos comenzar de nuevo, dado que en el sistema solo sobreviven los más aptos, es decir, los que saben engañar mejor y aprovecharse de los demás. Por ser argentino sé de qué hablo, ya que en la historia del siglo XX hemos atravesado varios momentos críticos en los que sin embargo solo una minoría tomó cabal conciencia de la realidad, pues después de los penosos reacomodamientos la mayoría hacía como si nada hubiese sucedido. Así de condicionados estamos. Aunque sepamos que nada es para siempre, hacemos como si.   

El único modelo de familia como célula madre de la sociedad, fue, durante todo el siglo XX y parte del siglo XXI, el heterosexual. El hombre como proveedor salía a trabajar y la mujer se quedaba en casa criando a los hijos y ocupándose de las tareas domésticas.

Esa manera de entender el matrimonio fue evolucionando lentamente a medida que las mujeres, al igual que las llamadas minorías sexuales, iban logrando conquistas sociales hacia la igualdad de derechos, y hoy la situación es muy diferente de la que era apenas unos pocos años atrás, incluyendo el avance en los métodos de anticoncepción que permiten vivir una sexualidad más plena. 

Hay nuevas formas de unión que ya no se basan en la heterosexualidad, y cada vez son más los individuos que se atreven a replantear su modo de vida para estar en consonancia con sus deseos, pese a lo cual seguimos viviendo en sociedades que tienden al conservadurismo contando para ello con poderosos mecanismos de comunicación social que condicionan la toma de conciencia y buscan estandarizar las conductas. Estos métodos se usaban ya en Estados Unidos a principio del siglo XX, y para enterarse basta buscar datos sobre el sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays, que inventó las relaciones públicas y amasó una fortuna creando consumidores y manipulando su comportamiento.

En todas las épocas hay una lucha perpetua entre el individuo y la sociedad. La mayoría sucumbe, pero una minoría resiste.

Hasta aquí las imposiciones (la obligación de tener hijos es una) que, como dos brazos de una tenaza, (la familia y la sociedad) nos van oprimiendo hasta exprimirnos; pero ¿en qué rincón de nuestra psiquis quedaron los deseos, nuestras ganas de ser no eso que quieren que seamos, sino nosotros mismos, con nuestras dudas, nuestras contradicciones, nuestras zonas oscuras, que sin embargo nos hacen auténticos?

Esos deseos, que de ser cumplidos nos causarían una extrema tensión con el entorno, insoportable para la mayoría, son expulsados por nuestra actividad consciente hacia la zona inconsciente de nuestra psiquis, donde quedan guardados bajo siete llaves junto con los episodios desagradables o intimidatorios que hemos vivido, aunque no inactivos sino provocando síntomas de neurosis por mecanismos de compensación que muy bien explica Carl Gustav Jung. Úlceras, contracturas musculares, distrés, ataques de pánico, son solo algunas manifestaciones de desarmonía entre cuerpo y mente.          

Ocurre que para vivir en sociedad interpretamos el rol de personas (máscaras) y es más común de lo que se cree que terminemos creyéndonos el papel que desempeñamos en detrimento de lo que realmente somos. Como pasa con el iceberg, la parte más importante de nosotros está sumergida, no la podemos ver ni entrar en contacto con ella a no ser por los sueños o con psicoterapia, que son una especie de ventana por donde algunos rasgos inconscientes logran filtrarse. Por eso llegar a saber quiénes somos y qué queremos realmente es un proceso penoso que sin embargo resulta imprescindible para liberarnos de las ataduras que nos limitan. 

No se es menos hombre por lavar platos, comprar frutas o verduras, o cambiar pañales, y no se es más o menos mujer por haber engendrado hijos o no. De lo contrario, todas las mujeres que a corta edad por una causa o por otra hubieran perdido la capacidad de procrear serían menos mujeres y solo les cabría el suicidio, y claramente no es así porque donde hay vida hay esperanza y se puede barajar y dar de nuevo.  

Lo importante es que la decisión de engendrar un hijo o adoptarlo sea tomada a conciencia, desobedeciendo mandatos o presiones, a equidistancia del machismo y del feminismo, y haciéndose las preguntas de rigor: ¿deseo realmente tener un hijo? ¿Para qué quiero tener un hijo? ¿Estaré a la altura de la responsabilidad y la dedicación que implica tener un hijo? 
Sea por sí o por no, lo que cuenta es dejar en claro que lo “normal” es lo que hace la mayoría, y eso no es sinónimo de bueno ni de malo. Si lo normal es “tener” hijos, la excepción confirma la regla, y por lo tanto no tener hijos está más que justificado.

Quiero terminar esta perorata refiriéndome a los llamados días “D”, que han proliferado como yuyos en el campo, y se relacionan con el tema de este texto en cuanto existen el día de la madre, el día del padre y el día del niño.

Mi utopía es que esos días comerciales, que se establecen con el claro propósito de incentivar el consumo, se deroguen y en su lugar se instaure el día del ser humano. Mis razones son humanitarias. Pensemos en cómo podría sentirse, qué podría festejar un niño huérfano el día del padre o el día de la madre, y cuál sería nuestro sentimiento el día del niño si hubiésemos perdido a nuestro hijo en un accidente o por enfermedad.

Mi utopía no es realista, porque ninguna utopía lo es por definición, pero de utopías también se vive.
  

       

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