martes, 15 de febrero de 2022

 EN VANO CRUDA GUERRA

Héctor Tizón

El demonio dijo: Si esto han hecho conmigo los

invasores, ¿qué harán con vosotros, flacos y miserables?

PEDRO LOZANO S. J., Descripción orográfica del Gran Chaco Gualamba

Una mañana temprano, Tobías, cavando en el cercado, desenterró un dios antiguo. Llamó entonces a Isabela, su mujer, al compadre Diógenes y a un hijo de éste, muchacho aún, que —en tránsito al pueblo— desde la víspera habían pedido posada. Y entre todos, luego de observar en silencio la piedra durante un día, conjeturaron que eso debía de ser mal agüero.

Isabela, que al salir al patio y mirar hacia el poniente recién amanecido había visto la figura diminuta de un hombre camino de la casa, se aderezaba los cabellos con la sejraña y pensaba, confusa, divagando. Menos de dos años habían pasado desde que Tobías, al enviudar y sin que transcurrieran los nueve días de luto y llanto, la tomara por mujer, acatando unas rogativas de la propia difunta, de quien ella era entenada. Desde entonces estuvo encinta por tres veces. Ella aprendió a conocerse en ese estado por las arcadas y las orinas oscuras que padecía y porque sus ojos se le llenaban de una luz muy transparente; pero todas las preñeces fracasaron. La última vez, Tobías había perdido la paciencia y la castigó con un lazo, acusándola de no poner atención ni ganas suficientes. Después él, apenado y solo, permaneció tres o cuatro días con sus noches tirado en su yacija con el ánimo desabrido, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, sin sueño; o afuera, contemplando las montañas, la tierra vacía, como si la viese por primera o por última vez. Todas las ofrendas, los abanicos de plumas, el agua de lluvia verde, los ramilletes olorosos fueron en vano hasta ahora; las cosechas disminuían, los niños no querían nacer o morían enseguida y los mozos se iban sin dejar rastros. Se había visto la sombra de un pájaro planeando en los atardeceres, y alguien creyó verlo, también, sentado en una roca, muy lejos. Consultaron al viento, atisbaron los ojos y el trote de las vicuñas, la forma y derrotero de las burbujas del agua hirviendo, y esperaron.

Isabela tuvo tiempo de cocer las habas y salpresar unos cuartos de cordero hasta que el caminante apareció junto a la pirca, ya el sol franco.

— ¡Si había sido don Tomás! —dijo Isabela entrando en la casa para llamar a su marido, que aún estaba echado, confuso y agrio por la borrachera de la noche.

—Se saluda —dijo el recién llegado.

Tobías mandó a su mujer por una tutuma de leche de oveja para convidar al huésped, a quien también le ofertaron la única silla, que no aceptó. Entonces ella quedó apartada, pero atenta, y los dos hombres, sentados en el suelo, hablaron sin asombros ni prisa. El recién llegado contó que regresaba del pueblo y que allí, por el alboroto, se había anoticiado de que el señor Gobernador vendría para las fiestas; dijo también que había cumplido todas estas leguas para ir a colocar comida en la manita de su hijo enterrado, y el dueño de casa le hizo saber lo del agüero. Aunque el visitante era dueño de un campo no tan yermo, de una vaca y una manada de treinta ovejas muy laneras, quedó al cabo preocupado como el otro, porque la mala sombra es contagiosa y así el mismo dolor sienten los calvos que los pelados al arrancárseles un cabello.

—Esta mujer no pare —dijo Tobías, en tanto el viento, que empezó a soplar levemente, trajo un olor a esporal quemado—. ¡Quién sabrá por qué, pues!

El otro salivó apenas, quizá pensando en el arbusto quemado, y dijo:

— ¿Quién estaría siendo el padre de ella?

—Quién sabe —dijo Tobías. En eso, un carnero oscuro y sucio vino a rascarse el lomo contra el madero del portón desvencijado.

—Eso ha de ser, don Tobías. De nada somos seguros hasta no saber de quién descendimos. Mire usté las llamitas, las guachas son poco vientres, o apenas nada. De puro desconfiada será que la Isabela se afloja y anda botándolos.

II

Las primeras salvas de los viejos fusiles, tomados en préstamo a nuestro señor Santiago, anunciaron con bastante anticipación la llegada del Gobernador y su escasa comitiva al pueblo. Por esa época el río no tenía vado seguro y ello decidió el uso de un aeroplano de cuatro asientos, el único por entonces en todo el norte del país, al comando del piloto Rubén Arismendi, acróbata del aire, soltero y de cabellos engomados.

Desde muy temprano también comenzó la afluencia de los pobladores, gente de a pie, los más, vestidos con lo mejor, que descendieron de las faldas a esta parte del río, para ir a reunirse poco a poco en la plazuela, uno de cuyos lados daba al edificio municipal y otro a un baldío donde se había instalado una feria de mercaderías y bestias.

Aparte de las descargas de fusilería, sonaron bombas de estruendo y muchas de las ovejas de los aledaños, inquietas, comenzaron a balar. Un cartel, pegado sobre el muro de la municipalidad, anunciaba el programa de ese día: “Salvas a la salida del sol. Concentración de autoridades, escuelas, delegaciones y gente común, en la plaza. Desayuno con recitado de dos niñas. Certamen del Gallo Ciego y, al mediodía, Saludo y Discurso de su Excelencia y Acrobacia a cargo del piloto don Rubén Arismendi”.

Hacia la media mañana, Tobías y su mujer llegaron al pueblo; también venía con ellos un perro ovejero negro y flaco. El aire, quieto y transparente, era casi frío y agrandaba la visión de los cerros, a lo lejos. En el llano, más allá de los campos sembrados, el viento, de vez en cuando, levantaba remolinos de polvo que se elevaban súbitamente al cielo como columnas de arcángeles. Isabela, al observarlos, quería hablar, decir algo, pero también sus labios estaban hueros y no pudo; Tobías tampoco dijo nada, tan sólo miraba, sin pestañear ni mover los labios, con el sombrero puesto hasta las cejas; observaba el cielo ancho y sin nubes, apenas menoscabado por unas hebras de humo de las bombas de estruendo, que lentamente desaparecían y, a lo lejos, una franja verdeazulada y, de pronto, por un momento, se sintió alegre y esperanzado como cuando, en los diciembres, bajaba al valle con los demás a veranear la Virgen. En eso estaban cuando el perro negro comenzó a trotar hacia un costado, apartándose. Tobías y su mujer lo vieron desaparecer en dirección de la feria y él se quedó pensando en la flacura de su perro, a quien se le iban secando los huesos por el mal hábito que había adquirido de comer sapos.

A la distancia, en el centro del pueblo, una banda de sicuris y bombos comenzó a tocar, cuando en el cielo apareció el aeroplano y todos echaron a correr, contagiados por el espanto de las llamas y las ovejas.

III

En el negocio de Cosme Aguaysol, boliviano afortunado y el único hombre obeso que se había visto en más de cincuenta años en la comarca, sentado a una mesa de mantel floreado y en compañía de otros dos ciudadanos, estaba Arismendi, el piloto, botas altas abotonadas, negras cejas, lunar en la mejilla, bebiendo anís con agua y riéndose con cierto escándalo, como ríen los del sur. Efectuado el aterrizaje entre nubes de polvo en un campo llano vecino a los maizales, había mandado que sujetaran las ruedas del avión con una soga, para protegerlo del viento.

—Les di una pasadita, volando bajo. ¿Lo vieron? ¡Los yutos corrían como bestias a la barranca! Un poco más y los tiro al río.

— ¡Iba a quedar sin fiesta el señor Gobernador, don Arismendi!

—Sí pues. Y ni falta que le hace; él también se divertía. Se ve que viene por joder nomás. Con estos pocos votos, ¿para qué?

Aguaysol, desde su puesto detrás del mostrador, observaba con atención solapada al grupo de extraños.

—Además, los votos, digo. ¡Esta gente siempre vota para el carajo!

—Si se los deja solos, don Arismendi. ¿Lo estamos olvidando?

— ¡Nunca! —dice Arismendi—. Sería como darle una pistola a un mono.

En uno de los rincones del bar había dos hombres más, sentados, oscuros, botella de vino de por medio, sin hablar ni mirar a nadie, como dormidos o muertos.

— ¿Usté sabe lo que dice el Senador? —En eso, una detrás de otra, estampieron dos bombas en la plaza. — Dice que, de Yala al norte, habría que echar unos tigres de Bengala, para que se los coman.

— ¿Unos qué?

—Tigres de Bengala; comilones de gente; y después traer a otra, de otros lados.

En ese momento, con mucho agobio y el apoyo de una garrota, luego de mirar por unos instantes desde la puerta, entró un anciano, quitándose el sombrero. Por detrás, a pocos pasos, curioso, viene el perro de Tobías. Arismendi lo ve y continúa:

—Para peor, estos tipos viven más años que los loros; ya ven a éste. ¿Cuántos años tiene, don?

El anciano no parece oírlo ni verlo y sigue su lento andar rumbo al mostrador, pero Aguaysol le advierte que le están hablando.

—Unos buenos días, mi señor.

—Digo que cuántos años tiene usté.

— ¿Cómo?

—Que qué edad tiene, decimos.

— ¿Edad mía? ¡Cuál será, pues! Vaya a saber, señor. Muchita ha de ser.

El perro de Tobías comenzó a gruñir.

— ¿Suyo de usté es ese perro flaco?

—Aquí estoy por mercar unos clavitos y algo de azúcar —dice el viejo.

—Digo, ese perro negro. Tiene parásitos.

Ahora se oían también aquí los sones de la banda de sicuris y al patrón obeso se le cayó una botella de las manos, vacía, y se rompió contra el suelo.

— ¿Qué es lo que trae, don Lucas? —El viejo, con mucho trabajo, abrió un trapo ya sin color y se lo enseñó.

—Poquita cosa es —dijo Aguaysol. Los demás ahora observaban en silencio—. ¿Qué podré darle por eso?

—Sí —dijo don Lucas—. Será pues azúcar y unos clavitos de ayuntar madera.

— ¿No tiene más?

—Pues sí tengo, mi señor.

— ¿Y dónde está? Traigaló.

—Ta extraviao. Sale poco, ahorita.

— ¿De dónde trae ese oro, viejito? —preguntó Arismendi, que se había puesto de pie. El anciano no pareció oírlo, ni verlo, y dijo:

—Poquita cosa.

— ¿De dónde viene? —insistió el piloto, poniendo una mano en el hombro del viejo.

—Lejos es, mi señor.

— ¿Cómo de lejos?

—No hay sol ahí; trastornando el río de las Burras, lugares demás réfalos, por la escarchita... ¿De esos clavitos cabezones, tenís? —El viejo miraba al almacenero y sonreía por la ranura de sus ojos casi blancos.

—Tendremos que tantearlo, nomás; se me ha roto la balanza.

El perro flaco comenzó a gruñir nuevamente y Arismendi le tiró una patada.

—Ta helándose el fuego de la tierra —dijo el viejo, sin mirar a nadie.

— ¿Cómo?

—Su corazón del fuego es de este orito... El señor obispo hai tar sabiéndolo.

Aguaysol le dio una docena de clavos y el anciano se fue sin oír nada más, sin ver a nadie, lentamente y en silencio, como si todo estuviese muerto.

En el rincón, apoyados en la mesa, los otros dos que bebían sin hablar ni moverse, se habían dormido.

—Ya ven —dijo Arismendi—. Ya lo estamos viendo.

Nadie más dijo nada.

IV

Tobías, sentado en una piedra junto a su mujer, comía un pedazo de pan. Esperarían allí todo el tiempo porque habían venido para eso. El señor Gobernador tendría que saberlo. Seguramente lo sabría y les haría la merced de decírselos; porque era autoridad. Tobías masticó dos o tres bocados del pan y le dio el resto a su mujer. El perro comedor de sapos se les había vuelto a reunir y yacía de barriga, aparentemente ajeno, con el hocico apoyado en sus patas delanteras, aunque atento a las moscas, que lo inquietaban porque en su lugar no las veía siempre.

Tobías, en cambio, sí conocía moscas, y también, una vez, había visto un tren, a lo lejos; y ahora, con Isabela, habían visto un gato blanco; buena señal. A poca distancia, entre un grupo de gente, descubrieron al compadre Diógenes y a su hijo mozo, y fueron hasta ellos. También estaban, juntos o muy cercanos, Candelario Cruz, Juan Zerpa, apodado don Zerpita por lo mermado de su talla, Matías Sustituto Luere y don Juan Arias, con sus tres hijos y tres entenados, dos de ellos sordomudos, Domingo Sarapura, un Encarnación Rosales, quien de mañana temprano había extraviado a su abuelo que andaba en busca de unos clavos, y varios conocidos más; sin contar las mujeres. Don Zerpita traía una botella de alcohol, que destapó para el convite, y al cabo todos fueron en dirección de la casa municipal, para esperar en ese lugar, donde incomprensiblemente había crecido un sauce muy coposo, pero no debajo del árbol, porque desconfiaban de la sombra de los árboles.

Allí, mientras esperaban, entre todos recordaron, diciéndolo o de mero pensamiento, los días aquellos cuando vino el maestro de escuela y el cura trajo el órgano y les enseñó a cantar misa y vísperas y canto llano y echó agua en la cabeza de los niños y sal en sus labios.

Sonaron algunos cohetes con gran escándalo de los perros, que corrieron a buscar refugio entre los hombres.

Candelario Cruz esperaba al Gobernador para pedirle que pusieran a su hijo en la Armada; había oído decir que en el mar a los hombres se les suelta la lengua y se hacen sabios, y aquí andábamos muy necesitados de gente que supiera qué íbamos a hacer. Antes, los mandamientos y las leyes eran en verso y todos los conocíamos, ahora están escritos en papeles y sólo de monaguillo para arriba los conocen, los demás andamos como los ciegos.

Matías Sustituto había venido para entregar a las autoridades un recado dirigido a su mujer, a quien hacía cuatro años se llevaron para el sur, a servir, y desde entonces no había vuelto.

Apoyado contra unas piedras amontonadas que esperaban destino, Tobías observaba con sus ojos neutrales todo el movimiento de la fiesta; el cielo claro, aunque ahora con algunas manchas plomizas hacia el poniente y, más allá de los baldíos deslindados por bajos cercos de adobe, los penachos de un maizal secretamente movidos por la brisa; debidamente apartada, pero no lejos de él, su mujer —de apenas catorce años, según sus cuentas— sentada en el suelo hilaba, sin levantar la vista de su rueca. El fuego que encendieran al llegar con algunas raíces secas, enrarecido, acababa de morir por abandono.

Domingo Sarapura tenía un papel guardado debajo de su camisa, escrito hacía mucho, para entregar al Gobernador, donde se hablaba de unos títulos y unas mercedes viejas. A poco, la botella de alcohol quedó agotada y don Zerpita, que descendía de uno de los alzados y fusilados en Yavi, no hallaba qué querer. Tampoco las mujeres lo sabían.

Desde la casa municipal llegaban el ruido del banquete, las voces y las risas de los principales rodeando la larga mesa del Gobernador, los discursos floridos y el son de la música.

De pronto crujieron los portones, se oyeron unos aplausos apresurados, y apareció el Gobernador; los que esperaban trotaron para verlo mejor, aunque enseguida fueron obligados a detenerse. Todos prepararon sus petitorios. Pero el Gobernador inició de inmediato un discurso y habló sin pausa acerca de la grandeza de nuestro destino nacional, comparó a la bandera con los colores del cielo, y luego regresó; crujieron los portones de la casa municipal, al cerrarse, y al cabo, en el silencio de afuera, volvieron a oírse las risas, las salutaciones y la música, y un fuerte olor a corderos asados y a humazón de la gran pira en el centro del patio flotó en el aire por unos instantes, hasta que el viento se lo llevó. Los hombres que esperaban no se miraron entre sí, ni hablaron, ni se movieron. Pero todos alcanzaron a ver algo como la sombra de un ave, de un gran pájaro errante; el mismo que ya algunos habían visto posado en una piedra, en el páramo. El sol, pálido y grande, comenzó a irse y llegaron apuradas las sombras de la tarde. Entonces don Zerpita, aprovechando el silencio, rompió a llorar, como suelen hacerlo en esta tierra los hombres cuando están borrachos.

— ¡Ay, madrecita, llenura de desdichas!

Tobías levantó la alforja donde llevaba el avío y ofreció su mano a Isabela para ayudarla a ponerse en pie; ella recogió la rueca y unas flores amarillas que esa mañana había comprado en la feria y juntos, con el perro comedor de sapos, siguieron a los demás. En el andar se les juntaron otros. Y todos, sin hablar ni concertarse, como una claridad develada en sueños o al fondo de la memoria tenebrosa, lo supieron. La noche confundió los cuerpos y echaron a andar, recogiendo algunas piedras en el camino, cruzando los baldíos en dirección de los maizales y del campo.

V

Al alba del día siguiente el sol había devuelto la naturaleza aparente de las cosas. El viento se fue con la noche y casi todos dormían a pesar de la destemplanza y de la gula, excepto el Gobernador y su escasa comitiva, prontos a regresar.

Arismendi, el piloto, fresco y bien dormido cruzó el campo y, cuando estuvo a pocos pasos, observó, al principio con estupor, que el aeroplano estaba fuertemente amarrado con lazas —que rodeaban su cuerpo, con algunas abolladuras, sus alas, el eje de sus ruedas—, sujeto al suelo con estacas y grandes piedras. Llamó entonces a los demás, a gritos y, cuando los primeros de la comitiva estuvieron cerca, dijo:

— ¡Ya ven! Les dije una sola cuerda a estos idiotas. ¡Miren cómo lo han hecho! ¡Como si estuviera preso!

Desde el maizal vecino, sin haber dormido, ocultos entre las chacras, los hombres observaban, sigilosos y atentos. Tobías Colque, que esa noche, al campo raso había yacido con su mujer, ahora la tenía de la mano y miraba al frente. Ni siquiera don Zerpita se había rendido; los tres hijos y los tres entenados de don Juan Arias reían sin mesura y querían salir de entre las plantas. Encarnación Rosales había encontrado a su abuelo, con un paquete de clavos en el bolsillo, ahora sin su bastón, extraviado en la noche. El viejo también miraba hacia el centro del campo, con sus ojos blancos. A lo lejos, balaron unas ovejas cautivas en la feria y se oyó a los hombres vociferar. Pero ellos ya no estaban inermes ni desnudos, ni ensuciados. Entonces el viejo Lucas se puso de pie y su estatura llegó hasta las mazorcas y habló y en su voz estaban el viento y el agua y el aleteo susurrante de los pájaros al recogerse cuando cae la noche.