Candaya publicó en 2012 No tienen prisa las palabras,
un volumen de poesía en prosa donde las observaciones cotidianas convivían con
las indagaciones sobre la realidad que el lenguaje propicia desde su
desenvolvimiento poético. Skliar es pedagogo e investigador del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de la Argentina, y del
Área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.
Aprovechamos su visita a España en el mes de mayo para reflexionar con él sobre
el lenguaje poético.
Tu
primer libro de poesía se publicó en 1981. Pero después no volviste a escribir
hasta 2009, cuando editaste en Argentina Hilos
después. ¿A qué se debe estos 28 años de silencio?
Creo que cuando uno es joven y
tiene cierta pretensión de ser poeta ignora por completo que dejará de ser
joven y, en cierto modo, dejará esa poesía o será dejada por ella. Al menos esa
poesía que es solo rebelión –o reacción– del cuerpo y del lenguaje; esa extraña
y necesaria decisión de escribir apenas para abandonar y destronar la palabra
heredada. Quisiera pensar que ese silencio que se instaló en mí durante 28 años
fue el secreto de una voz que no encontraba modo de expresión en la poesía,
aunque sí en la lectura. No escribía y, sin embargo, la lectura, la soledad en
la lectura, seguía transitando por el camino de la poesía o de la poética. Como
si allí no hubiera silencio o como si el poeta lo fuera igualmente solo leyendo
poesía. Por otro lado, debido a mi trabajo académico, el canon de escritura más
científica obró como una suerte de desvío del lenguaje o de cercenamiento de la
imagen y la percepción. A veces el lenguaje desobedece, simplemente.
¿Qué sentimientos
tenías en todos estos años sin escritura poética?
Es
curioso: siempre he pensado que no tengo ninguna propiedad ni potestad sobre la
escritura y que mi relación con ella es de pura distracción o bien de pura
tensión. Si la muerdo, si la agarro, si sostengo como puedo esa tensión, la
escritura se queda conmigo, no se me va, más allá de los resultados. Pero si
por alguna razón me torno indiferente, aunque sea por un instante, noto
enseguida cierta vacilación, cierta oscuridad, cierto desasosiego. Durante los
años que pasé sin escritura poética, aquello que percibí fue sobre todo una
ausencia mía, un desprendimiento de algo de mí, una falta de intensidad en el
estar en el mundo, una posición austera de melancolía. Hubo de existir un
revulsivo, un encuentro, una cierta forma de alteridad para sacudir esa
letanía. En mi caso fue la lectura de Hilos de
Chantal Maillard y el encuentro con la poeta. Su relación con el lenguaje, su
presencia, algunas confesiones comunes, me devolvieron una forma de respiración
que creía haber perdido para siempre. Quizá lo que creemos que se ha perdido
esté a la espera de su búsqueda.
Dices
que hay que forzar para situarse en el plano poético del lenguaje. De un modo
ingenuo me gustaría preguntarte si ese forzamiento no es un poco violento, algo
que no está sincronizado con la expresión natural.
A
veces pienso que la escritura se me escapa de las manos, literalmente. Como si
escribir fuera una tensión particular, una relación del todo corporal con la
lengua. Por supuesto creo que está antes la pregunta acerca de si hay algo para
decir, no importa quien lo diga. No, no creo que se trate de un forzamiento,
pero sí de “agarrárselas” con la escritura, cara a cara. Es una relación, si se
me permite la expresión, de amorosidad. Cuando
una poética ha forzado el lenguaje, cuando lo ha violentado, las palabras
resultantes dicen pero no nos dicen, pasan pero no nos pasan, escriben pero no
nos inscriben. Pienso ahora en aquello que Hèléne Cisoux cuenta en La llegada a la escritura:
“Lo que quiere fluir, es soplo. Y no de cualquier manera. El soplo “quiere” una
forma. “¡Escribime!”. Un día me suplica, otro me amenaza. “¿me vas a escribir o
no?”. Esta es, también, mi experiencia: a veces la escritura me suplica y me
amenaza con escribir; otras veces, nada me dice, ni siquiera se da cuenta de
que existo.
Me
parece que tu poesía es una poesía del lenguaje y de la observación. En tu
libro No
tienen prisas las palabras encuentro varios poemas sobre la no
obediencia del lenguaje, que siempre parece a punto de rebelarse contra el
hombre. ¿Cómo es tu trabajo sobre el lenguaje? ¿Tratas de domesticarlo? ¿De
ampliar su resonancia? ¿De volverlo contra ti?
No
tienen prisa las palabras es un libro escrito de a pie,
caminando, en una travesía que resulta ser, también, una encrucijada. El
lenguaje me ha desobedecido todo el tiempo y creo no equivocarme si digo que
ese es uno de los pocos principios del lenguaje poético que conozco: el
lenguaje no está, no es, no existe y hay que salir a buscarlo, a rumiarlo, a
sentirlo, a percibirlo, a pensarlo. La batalla es desigual, ciertamente, y
entre lo dicho y lo ignorado, entre lo susurrado y lo escrito habrá siempre un
vértigo y un abismo que no se resolverá jamás. No intento nunca domesticar el
lenguaje, necesito a cada momento el extrañamiento, la sensación de que le soy
ajeno al lenguaje y que el lenguaje lo es conmigo. Pero he aprendido de Peter
Handke esa posibilidad de reaccionar con el lenguaje, de sustraerlo de la
comunicación y la información y de acercarlo y acercarme a una especie de
expresión, digamos, perceptiva: escuchar, tocar, mirar, oler, saborear el
lenguaje y el mundo. La cuestión sería: cómo exponernos al mundo y al lenguaje,
a la vida y a sus palabras ¿desde una posición de altura, de privilegio, de
artificio? ¿O bien desde una radical perceptiva, de afección?
¿Esta
rebeldía del lenguaje hace que el ejercicio poético tenga algo de azaroso?
Me
parece que lo que vuelve azaroso lo poético es, justamente, el laberinto de la
travesía, la incapacidad de trazar líneas rectas o utilitarias, el modo en que
nos exponemos a lo que percibimos. En No tienen prisa las palabras mi sensación ha sido más la de interrupción que la
del azar. Quiero decir: atravesar el mundo supone –lo disimulemos o no, lo
encarnemos o no– un permanente encuentro y desencuentro con cuerpos y voces de
desconocidos. Estar en el mundo y estar en la poesía tal vez supongan algo
parecido: desestimar cualquier idea o vestigio de normalidad, de habituación,
de ese encogimiento de hombros que significa que “así son las cosas”. Allí se
muere parte del mundo y, también, parte de uno mismo. Si de verdad escuchamos,
si de verdad miramos, si de verdad nos pasa algo más allá del relato apacible
de nuestra existencia, las interrupciones comandan el lenguaje, ofrecen una
suerte de dictado: “Escribir, entonces, mirándote
a los ojos, deseando tu dictado”. Es al mundo a quien quisiera
mirar a los ojos; es al otro a quien le ruego su dictado.
Dices: “Necesito a
cada momento el extrañamiento, la sensación de que le soy ajeno al lenguaje y
que el lenguaje lo es conmigo”. ¿Por qué es necesario para ti ese
extrañamiento?
Sin
extrañamiento, sin perplejidad y, en cierto modo, sin el desvanecimiento del“yo” no podría pensar en la escritura de lo
poético. Tener dominio del lenguaje no deja de ser una ilusión, una creencia,
pero también una traición hacia uno mismo. ¿Qué anima a la escritura? ¿Qué
origina el gesto del escribir sino esa extraña necesidad de traducir como se
pueda aquello que excede a la razón, lo que provoca zozobra, lo que desborda,
lo que se ignora y se seguirá ignorando? Lo ajeno, lo otro, es también la
distancia necesaria para que algo ocurra: si todo fuera interioridad, si todo
tuviera que ver con lo que forma parte de mí y es mi reino, si cada escritura
procede de una voz certera y confesional: ¿dónde está la extrañeza de lo
diferente, de lo que no se repite, de lo que es contingente? ¿Cómo sería
posible escribir sin sentir de verdad que es posible mirar, como decía Pessoa,
como si fuera por primera vez? A mi modo de ver la escritura poética supone una
pérdida del control, que las palabras hagan su travesía en mí, que mi cuerpo
sea el hogar del lenguaje. Y, como se sabe, toda morada supone hospitalidad y
hostilidad: encuentro y desencuentro.
Pero,
¿por qué hay que salir a la búsqueda de algo que nos desborda?
No,
no hay que salir. Hay que salirse, que es distinto. Irse fuera es estar
expuesto, es atender, es escuchar, es ser paciente y, de algún modo, también
pasional. Sucede que el mundo me es mucho más interesante que este “yo” que lo
percibe y ordena. No busco el desborde, pero siento en carne viva el paso de
los desconocidos, el azar de las conversaciones, las irrupciones de lo
inesperado. De ello se tratará el próximo libro: una escritura que nace a
partir del estremecimiento diario. Por ejemplo: “Cuando amanece la señora de
rostro blanco se apoya en su balcón de malvones jamás abandonados y mira el
paso de la gente a través de la calle o, quién sabe, el paso de la calle a
través de la gente. El universo es todo aquello que cabe en su mirada. No sería
posible reconocer esa calle si no fuera por la mujer de tez de luna inmutable. “Se está bien allí ¿verdad?”,
le digo una tarde de lunes, más o menos a las cinco. Con su voz bellamente
agrietada, me responde: “Sí, se está bien
afuera. Es que adentro hay demasiados recuerdos”. Me desborda algo, alguien, que no
busco y que, sin embargo, existe, está. Me pregunto, entonces, si escribir no
tendrá que ver, también, con encontrarse con lo desconocido y con los
desconocidos e intentar que el lenguaje no traicione la sorpresa, esa forma
inexacta que asume la perplejidad.
Y esa búsqueda de lo
que nos desborda, ¿no es una pretensión vanidosa, arrogante, un decir “aquí va
el superhombre, a pecho descubierto, a batirse contra las tinieblas”?
No
siento a priori que alguien necesite que algo le sea dicho y, aún menos,
que seré yo quien lo diga. Tampoco pienso que hay que hacer transparente el
mundo para que otros lo comprendan. Carezco de esa vitalidad impune. No asumo
como propia ninguna noción de posible misión para la escritura. Pero no dejo de
pensar que el mundo ocurre entre brumas y que estamos siempre expuestos desde
una desnudez extrema. Lo que nos desborda es lo incomprensible y el lugar de
fragilidad en el que nos encontramos. Hace poco escribí: “Nadie me ha pedido
estas palabras. Lo que dicen no proviene ni de un rostro, ni de un recuerdo
confundido por el tiempo, ni de ninguna herida expuesta. Se escriben porque sí,
porque existe el mientras tanto, porque hay cosas que no son ni están dentro o
fuera; son como ese llanto o esa risa que no viene a cuento de nada; hábitos
como señuelos de la soledad o como imágenes que se quedaron huérfanas. Hay
palabras que se arrojan al aire, palabras que se amarran al suelo y otras que
no dicen nada. Sin embargo, alguien podría suponer que son estas las palabras
que esperaba, lo que es completamente cierto. Como si llegaran de otro sitio,
de otra época. Como si no tuvieran destino, pero sí destinatarios. Palabras que
al leerlas crean, entonces, una curiosa memoria nuestra: los trazos de los
nombres y de los pájaros, la infancia que se esconde para no ser descubierta,
los abuelos que por la noche regresan. A nadie, a ninguno escribo. A nadie, a
ninguno, nunca, le diré qué hay que hacer, cómo soñar, de que lado del sol o de
la montaña está su mundo. Porque de cada uno es el silencio. Y de cualquiera
podrían ser estas palabras”.
¿Qué le
aporta al lector un lenguaje poético como el tuyo? ¿Una ampliación de los
límites de la percepción? ¿Una afinación del pensamiento?
Quisiera
responder no por lo que intuyo o imagino sino por lo que he recibido de parte
de algunos lectores últimamente. Hay tres cosas que me llaman la atención en
esos comentarios: primero, el fenómeno de la punta de la lengua. A veces me
dicen que lo que escribo es casi lo que hubieran escrito otros si hubieran
podido, como si se tratara de un lenguaje al alcance de la mano, a punto de ser
pronunciado por varios. Segundo, la percepción que mi escritura es una mezcla
no definida entre sensaciones y pensamientos –“sensamientos” como los definió el filósofo Jorge
Larrosa–: una escritura que no es de aforismos, que no es de micro-relatos, que
no es de poesías, pero que tampoco deja de serlo. Y tercero, la noción de
párrafo como respiración. Me comentan que al leer algunos fragmentos la
respiración les llega justo al punto final, como si se quedaran conmigo, antes
de distraerse con cualquier otra cosa o de desmoronarse con la escritura. De
algún modo es esto lo que encuentro, no sé si lo que busco: una fuerte
sensación de lo que puede ser común, reunir sin artificios el sentir y el
pensar, el escribir como respirar.
¿Puedes poner algún
ejemplo del fenómeno “punta de la lengua” que te haya ocurrido recientemente?
Dice
Pascal Quignard: “Todos los nombres están ‘sur le bout de la langue’,
en la punta de la lengua. El arte consiste en saber convocarlos cuando es
necesario (…) La mano que escribe es más bien una mano que hurga en el lenguaje
que falta, que avanza a tientas hacia el lenguaje que sobrevive, que se crispa,
se exaspera, que lo mendiga de la punta de los dedos”. Cito este fragmento
porque ese fenómeno me ocurre en dos sentidos diferentes: a veces me descubro,
inadvertido, hablando solo, pronunciando sonidos, realizando gestos sin motivo
alguno. Cuando me doy cuenta, es que quizá estaba intentando encontrar una
cierta sonoridad a una idea que pugnaba por encontrar su forma en el lenguaje,
en la escritura. La calma sobreviene después, primero está esa crispación que
se expresa en los movimientos involuntarios y que da rodeos alrededor de la
lengua. En otro sentido, me ha ocurrido a veces que al compartir algunos
fragmentos o párrafos en las redes sociales, algunas personas expresan aquello
de quería decir exactamente eso y
no sabía cómo o bien la tentación de los lectores en
producir variaciones mínimas sobre lo que escribo: yo hubiera puesto aquella
palabra un poco más allá o más acá. La comunión de la punta de la
lengua. En la punta de la lengua.
Creo
ver que ya te estás rebelando contra algunas formas previas de composición
literaria, como el aforismo, el microrrelato. ¿Temes que encasillen tu trabajo
en estas formas? ¿Por qué?
Quisiera conservar para mí un
pequeñísimo grado de libertad con respecto a esas formas previas. Aunque se que
se trata más de una incapacidad que de suficiencia. Al escribir, a cada momento
en que algo parecido a la escritura sobreviene, carezco aún de estructura, de
género. Mi escritura llega hasta donde llega mi respiración: es lo único que he
podido saber y hacer hasta ahora. Por supuesto, me he visto en medio de algunas
polémicas intrascendentes a este respecto. Intrascendentes porque no tengo una
obra sobre mis espaldas como para poder o necesitar encuadrarme. Pero también
porque hay algo de fundamentalmente provisorio y precario en lo que escribo.
Hoy y desde hace un par de años mi escritura ha tomado esta forma abreviada, de
párrafo: ¿es el resultado de lo que puedo o más bien de lo me es imposible
hacer de otro modo? Si lo que escribo es breve no creo que sea el
resultado de una adscripción previa al género. Tengo la sensación que si los
párrafos que escribo no se separaran visualmente y se reunieran unos detrás de
otros ya no habría una cuestión de brevedad. En cierto sentido no encuentro
otra cosa que una poética de largo aliento encarnada en una escritura de soplo
corto.
Por otro lado, tu
poesía me parece eminentemente filosófica. Y aquí encuentro desde poemas
morales hasta observaciones sobre el ejercicio cognitivo. ¿Por qué utilizas la
poesía para dar salida a estos contenidos y no el ensayo? ¿Por qué el lirismo y
no la dialéctica?
Creo que en mi caso escribir
tiene más que ver con un ejercicio del filosofar que con la disciplina
filosófica en sentido estricto. Por supuesto no niego mis lecturas habituales
de filósofos y su presencia manifiesta en mi escritura, pero es que algunos de
ellos son precisamente quienes han pulverizado en cierto modo el lenguaje
secreto, encriptado, sosegado, ceremonial y hasta desapasionado de su ciencia:
entre otros Nietzsche, al aproximar su escritura al gesto del habla; Deleuze,
provocando inmensas grietas de sentido; Derrida, inscribiendo en la escritura
la ambigüedad de la palabra, etcétera. Desde un punto de vista más poético, es
imposible sustraerme de la lectura de Roberto Juarroz o de Octavio Paz o de
Philippe Jaccottet: hay algo de filosófico en ello, en el sentido de una
persistente revelación de lo que es incompleto en lo humano. Como si el
filosofar y el poetizar fuesen dos modos solidarios de preguntarse por todo lo
que aún es inconfesable.
Pero, ¿no te parece
que donde llega la poesía jamás llega la filosofía? ¿Que la poesía es, por otra
parte, una disciplina más libre que la filosofía?
Después
del desacuerdo de Platón, mucha filosofía y mucha poesía ha pasado delante de
nuestros ojos y nuestra lectura. Recuerdo, ahora, ese texto bellísimo de María
Zambrano, Filosofía y poesía,
donde expresa que una de las diferencias entre el filósofo y el poeta radica en
la duración del asombro. ¿Qué hacen los filósofos y los poetas con esa duración
del asombro o, incluso, con la duración del instante? Cualquier respuesta sería
de una generalidad impropia. Pero algo hay allí que podríamos pensar: la tarea
de la filosofía –salvo excepciones muy nítidas– resulta de no permanecer
demasiado tiempo ni en el asombro ni en el instante y buscar más bien la ley o
su regularidad o su estructura o su posible formulación conceptual. Como si su
función consistiera en completar el instante y reducir la multiplicidad en una
unidad legible; como si se obligara a quitarse de las apariencias; como si
necesitara sostener el discurso atento frente a los relámpagos y los estallidos
del mundo. Quizá si hubiera alguna tarea en la poesía ella sería la de insistir
con el instante, permanecer allí aún enceguecido. Todo lo que quisiera un poeta
es que el instante durase. Así lo escribe, por ejemplo, Wislawa Szymborska: “Evidentemente exijo demasiado:
tanto como un segundo”. O en este otro fragmento: “Hasta donde alcanza la
vista, aquí reina el instante / Uno de esos terrenales instantes / a los que se
pide que duren”.
¿Qué
viene antes: la percepción o el lenguaje?
Lo primero es el cuerpo, lo que
el cuerpo no puede dejar de sentir, ni escuchar, ni mirar, ni pensar, ni decir,
ni decirse. En cierta manera creo en un lenguaje habitado por dentro y no
apenas revestido por fuera. Como la piel, también el lenguaje toma a veces la
forma de un latido cardíaco o de una agitación del respirar o de un extraño y
persistente movimiento; otras veces, se convierte en muralla, en defensa, en
contención. Me gustaría no utilizar el lenguaje solo como recubrimiento o
encubrimiento de la vida. Quisiera ser capaz de un lenguaje como sentido y no
solo en lo que puede parecerse a un cierto sensualismo. El lenguaje como
desorden, como desobediencia, como una suerte de rebelión frente a un mundo que
cada vez nos envejece más de prisa. Un lenguaje a flor de piel, o una piel a
flor de lenguaje.
Leyendo un ensayo de Fabián Casas sobre
Jorge Aulicino, encuentro esta definición de su poesía: seca, filosófica y
emotiva, nada sentimental. Creo que se podría adjudicar tranquilamente a tu
trabajo. ¿Estás de acuerdo?
Menos la sequedad, estoy de
acuerdo o quisiera estarlo. No hago otra cosa que intentar la humedad en
aquello que convoco al escribir: la humedad permanente en los ojos de los
abuelos, la humedad de la memoria que no se sostiene, la humedad de los suelos
por donde huimos y en donde nos anclamos, la humedad de las sensaciones y de
los pensamientos. Lo húmedo como noción de lo inestable, lo casi caído, lo que
hunde los pies sobre la tierra, lo frágil; pero también de los paisajes
lluviosos, los cuerpos que aman, la soledad y sus murmullos aún por descifrar.
Por otra parte, sostengo, sí, la diferencia abismal entre lo emotivo y lo
sentimental. Es una frágil y a veces indisimulable frontera en la que me
mantengo alerta: lo emotivo es lo conmovedor, lo indisimulable, la reacción sin
medida, inclusive cuando aparece bajo la forma del infierno; lo sentimental es
la disimulación de la conmoción, cuya única pretensión –y su mayor impostura–
es la de una política del efecto y no la poética del desgarramiento.
Tú has escrito un
diccionario titulado Lo dicho, lo escrito, lo ignorado, donde redefines con brillantez las
palabras que consideras importantes: lector, dolor, ciudad, conversar,
fracasar, tiempo… ¿Por qué redefinir estas ideas?
En
principio no tuve la pretensión manifiesta de escribir un diccionario. Lo que
venía sintiendo era la necesidad de volver a pronunciar el lenguaje, mi
lenguaje, de ponerle voz, de darle vida. Como si sintiese que muchas palabras
se hubieran caído al suelo y las estuviésemos pisoteando todo el tiempo. Decía
Juarroz: “Para construir con ellas un
nuevo lenguaje / Un lenguaje hecho solamente con palabras caídas”.
Como si ya no pudiéramos conversar con el lenguaje a través de esas palabras o
como si no hubiera nadie dentro. Durante seis años, junto a mi sobrino Diego
Skliar, hicimos un programa de radio llamado “Preferiría no hacerlo”.
Cada programa, una palabra: para rodearla, acecharla, indagarla, desnudarla,
sin ningún ánimo de definición o de clausura. En Lo dicho, lo escrito, lo
ignorado –en el que
reescribí parte de aquellos guiones radiales– hay un procedimiento distinto al
de los diccionarios corrientes: comienzo con un ejercicio de pronunciación de
cada palabra –el sonido, la palabra en la boca, en la punta de la lengua–,
luego un breve ensayo y, por último, una secuencia conceptual de tres dimensiones:
la definición del vocablo tal como aparece en los diccionarios, una cita más
filosófica o pedagógica y, finalmente, un fragmento poético o literario. Con
ello intento, al contrario que una definición o una fijación, el
desvanecimiento del sentido único, la disolución de la relación estricta entre
una palabra y su significado, la multiplicación casi infinita de su posible
pronunciación.
Ese
ejercicio de “redefinir” las palabras resignificando el mundo, ¿no es un poco
agotador?
Agotador, infructuoso, imposible.
Pero no se trata de esa tarea vana y omnipotente que consiste en creer que hay
que inaugurar de nuevo el lenguaje y, con ello, el mundo. No tenemos autoridad,
ni moral ni sensible, para semejante pretensión. De lo que se ha tratado es de
recuperar el pulso de las palabras, no de redefinirlas. Recuperar aquello que
escribió Marina Tsvietáieva: tener una percepción, no una concepción del mundo.
No te pega mucho la
solemnidad con la que afirmas que es necesaria una autoridad para crear un
nuevo lenguaje. ¿No crees que los nuevos lenguajes poéticos o literarios se
crean desde lo periférico, desde lo marginal, incluso?
En la pregunta anterior quise
decir que nadie tiene autoridad para inaugurar de nuevo el lenguaje, ni tampoco
para inventar el mundo. Quizá si para revelarlo, sacudirlo, perturbarlo,
complicarlo, alterizarlo, extender sus posibles límites, pluralizarlo. Pero
esta pregunta última me obliga a ser más reflexivo: creo que el lenguaje “no es”, que en el
lenguaje “hay”. Lo decía
Wittgenstein al referirse a los juegos del lenguaje más allá de todo cierre de
su estructura. La literatura es, justamente, la expresión máxima de aquello que
hay en el lenguaje y no tanto de lo que el lenguaje es. Se le puede entrar al
lenguaje de muchos modos: no tomándoselo en serio, manteniendo una relación de
amantes, proponiéndole un vínculo de amistad, pero también sometiéndose,
ajustándose a las reglas, en fin: obedeciendo. En No tienen prisa las palabras escribí: “Hay veces que el lenguaje
obedece y otras que no. Generalmente no. La piedra, por ejemplo, es una palabra
que no te entiende. Un gato es, ante todo, una gramática de rebelión. La luna,
obedece claramente. Un deseo –que es la punta más rugosa del lenguaje– supone,
a partes iguales, desobediencia y desorden”. En esto creo: que la literatura
procede de una suerte de desobediencia del lenguaje. Sin desobedecer al
lenguaje no habría escritura.
Para
terminar te propongo una posibilidad dolorosa (y disculpa la perversidad).
¿Eres capaz de imaginar otros 28 años sin escribir poesía?
Tendría,
entonces, 81 años. Por una parte pienso que habrán pasado demasiadas horas,
demasiados días, demasiados instantes perdidos o desvanecidos. Me imagino,
entonces, dueño de una memoria pequeña y egoísta, como toda memoria sin escritura
propia o ajena. Habré olvidado tantas cosas, quizá algunas importantes. Habré
dejado de decir tantas otras, tal vez sin ninguna importancia. Y no quisiera.
Tendría un lenguaje más agrio y con pocos indicios de ternura. Pero por otro
lado siento que no ocurriría nada diferente: no sería sino un ejemplo más,
bastante humilde por cierto, del preferiría no hacerlo.
¿Te
poseería la melancolía?
Una melancolía sustantiva, sin
matices, ni adjetivos, ni frases subordinadas que intentaran empujar hacia los
bordes una voz apagada, casi nula. Sin embargo, mi melancolía no sería la del
desgarro sino más bien la tonalidad de un permanente otoño; no la sentiría en
la curvatura de la espalda, sino en los costados de los ojos; no tendría tanto
que ver con una tristeza definitiva y sideral, sino con un cierto desánimo
relacionado con la imposibilidad de humedecer la sequedad del mundo. Sin
embargo, ahora que escribo y que creo que no pasarán otros 28 años, siento que
la escritura no me quita melancolía: me enfrenta a ella.
Nació en Pamplona en 1972. En
2010 publicó su libro de relatos “Sonría a cámara” en la editorial Lengua de
trapo. En Pamplona coordina el Foro de Auzolan, programa estable de actividades
literarias.
Su trabajo crítico puede verse en
el blog: www.robvalencia.wordpress.com.
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