COMO ERA FEDERICO
Por Pablo
Neruda, de “Confieso que he vivido”
Un largo
viaje por mar de dos meses me devolvió a Chile en 1932. Ahí publiqué El hondero entusiasta, que andaba extraviado en mis
papeles, y Residencia en la tierra, que había escrito en Oriente. En 1933 me
designaron cónsul de Chile en Buenos Aires, donde llegué en el mes de agosto. Casi
al mismo tiempo llegó a esa ciudad Federico García Lorca, para dirigir y estrenar
su tragedia teatral Bodas de sangre, en la compañía de Lola Membrives.
Aún no nos
conocíamos, pero nos conocimos en Buenos Aires y muchas veces fuimos festejados
juntos por escritores y amigos. Por cierto que no faltaron las incidencias.
Federico tenía contradictores. A mí también me pasaba y me sigue pasando lo
mismo. Estos contradictores se sienten estimulados y quieren apagar la luz para
que a uno no lo vean. Así sucedió aquella vez. Como había interés en asistir al
banquete que nos ofrecía el Pen Club en el Hotel Plaza, a Federico y a mí,
alguien hizo funcionar los teléfonos todo el día para notificar que el homenaje
se había suspendido. Y fueron tan acuciosos que llamaron incluso al director
del hotel, a la telefonista y al cocinero-jefe para que no recibieran
adhesiones ni prepararan la comida. Pero se desbarató la maniobra y al fin
estuvimos reunidos Federico García Lorca y yo, entre cien escritores
argentinos.
Dimos una
gran sorpresa. Habíamos preparado un discurso al alimón. Ustedes probablemente
no saben lo que significa esa palabra y yo tampoco lo sabía. Federico, que
estaba siempre lleno de invenciones y ocurrencias, me explicó: "Dos
toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote.
Esta es una
de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces.
No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que
sean hermanos o que, por lo menos, tengan sangre común. Esto es lo que se llama
torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso."
Y esto es
lo que hicimos, pero nadie lo sabía. Cuando nos levantamos para agradecer al
presidente del Pen Club el ofrecimiento del banquete, nos levantamos al mismo
tiempo, cual dos toreros, para un solo discurso. Como la comida era en mesitas
separadas, Federico estaba en una punta y yo en la otra, de modo que la gente
por un lado me tiraba a mí de la chaqueta para que me sentara creyendo en una
equivocación, y por el otro hacían lo mismo con Federico. Empezamos, pues, a
hablar al mismo tiempo diciendo yo "Señoras" y continuando él con
"Señores", entrelazando hasta el fin nuestras frases de manera que
pareció una sola unidad hasta que dejamos de hablar. Aquel discurso fue dedicado
a Rubén Darío, porque tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera
sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes
creadores del lenguaje poético en el idioma español.
He aquí el
texto del discurso:
NERUDA:
Señoras...
LORCA: ...y
señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada "toreo del alimón",
en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
NERUDA:
Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder
esta recepción muy decisiva.
LORCA: Es
costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o
madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.
NERUDA:
Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto, un comensal viudo,
oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la
vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante, nos vamos a esconder bajo
su sombra ardiendo, vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del
olvido.
LORCA:
Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al
delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran nombre sobre el mantel, en
la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores,
buscando el ojo que ellos ansían, y un golpe de mar ha de manchar los manteles.
Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España: Rubén...
NERUDA:
Darío. Porque, señoras...
LORCA: y
señores...
NERUDA:
¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?
LORCA:
¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?
NERUDA: El
amaba los parques. ¿Dónde está el parque Rubén Darío?
LORCA:
¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?
NERUDA:
¿Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?
LORCA:
¿Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?
NERUDA:
¿Dónde está el aceite, la resina, el cisne de Rubén Darío?
LORCA:
Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina,
como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.
NERUDA: Un
león de botica al fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba
estrellas.
LORCA: Dio
el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de
idiomas, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos
llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas
de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de gin sobre la tarde más gris que
ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un
poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica
y triste de todas las épocas.
NERUDA:
Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus
terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los
espirales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta
grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.
LORCA: Como
poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un
sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas
actuales. Enseñó a ValleInclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado,
y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo
Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de
palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el
paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al
culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de
España como su propia tierra.
NERUDA: Lo
trajo a Chile, una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar,
abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y
campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta
noche su estatua con el aire atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias,
y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
LORCA: Pero
sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral
agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos,
su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de
colibríes, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos.
Las estanterías comidas ya por los jaramagos, donde suenan vacíos de flauta,
las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y
sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos.
Fuera de normas, formas y espuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran
poesía.
NERUDA:
Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de
esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que
nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que posamos.
LORCA:
Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran
poeta nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.
NERUDA y
LORCA: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.
Recuerdo
que una vez recibí de Federico un apoyo inesperado en una aventura erótico-cósmica.
Habíamos sido invitados una noche por un millonario de esos que sólo la
Argentina o los Estados Unidos podía producir. Se trataba de un hombre rebelde
y autodidacta que había hecho una fortuna fabulosa con un periódico sensacionalista.
Su casa, rodeada por un inmenso parque, era la encarnación de los sueños de un
vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y de
todos los países orillaban e camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de
libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos
europeos, y además era extensa y estaba repleta. Pero lo más espectacular era
que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de
pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantesco tapiz. Supe que
el hombre tenía agentes en Africa, en Asia y en el Amazonas destinados
exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ozelotes, gatos fenomenales,
cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca.
Así eran
las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso, dominador
de la opinión pública en Buenos Aires. Federico y yo nos sentamos a la mesa
cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y vaporosa, que dirigió
sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida. Esta consistía en un
buey entero llevado a las brasas mismas y a la ceniza en una colosal angarilla
que portaban sobre los hombros ocho o diez gauchos. La noche era rabiosamente
azul y estrellada. El perfume del asado con cuero, invención sublime de los
argentinos, se mezclaba al aire de la pampa, a las fragancias del trébol y la menta,
al murmullo de miles de grillos y renacuajos.
Nos
levantamos después de comer, junto con la poetisa y con Federico que todo lo
celebraba y todo lo reía. Nos alejamos hacia la piscina iluminada. García Lorca
iba delante y no dejaba de reír y de hablar. Estaba feliz. Esa era su
costumbre. La felicidad era su piel.
Dominando
la piscina luminosa se levantaba una alta torre. Su blancura de cal fosforecía
bajo las luces nocturnas.
Subimos
lentamente hasta el mirador más alto de la torre. Arriba los tres, poetas de
diferentes estilos, nos quedamos separados del mundo. El ojo azul de la piscina
brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta.
La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar
nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.
Tomé en mis
brazos a la muchacha alta y dorada y, al besarla, me di cuenta de que era una
mujer carnal y compacta, hecha y derecha. Ante la sorpresa de Federico nos
tendimos en el suelo del mirador, y ya comenzaba yo a desvestirla, cuando
advertí sobre y cerca de nosotros los ojos desmesurados de Federico, que nos
miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando.
-¡Largo de
aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera! -le grité.
Mientras el
sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de
la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de Celestino y centinela,
pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones
oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades.
La cojera le duró quince días.
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