CARTA AL SEÑOR SECRETARIO DE LA
ACADEMIA ESPAÑOLA
La
Libertad, 5 de enero de 1876
Al señor
Secretario de la Academia Española:
Ayer
he tenido la honra de recibir, por conducto del señor cónsul de España
residente en esta ciudad, una carta de V. S. fecha en Madrid a 30 de diciembre
de 1873, acompañándome el diploma de miembro correspondiente de la Academia
Española, y un ejemplar de los Estatutos y Reglamento de este ilustre cuerpo
literario. Y, como al final de la muy estimada de V. S. me previene darle aviso
del recibo de esos documentos, me apresuro a satisfacer los deseos da V. S.
suplicándole al mismo tiempo manifestar mi más profunda gratitud, a los señores
miembros de la Academia, y muy particularmente a los caballeros Segovia,
Hartzenbusch y Puente Apezechea, por el favor con que han querido distinguirme
considerándome capaz de contribuir a los fines de esa afamada corporación.
Según el artículo primero de sus estatutos, el instituto de la Academia es
cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana. Este propósito
pasa a ser un deber para cada una de las personas que aceptando el diploma de
la Academia, gozan de las prerrogativas de miembros de ella y participan de sus
tareas en cualesquiera de las categorías en que se subdividen según su
reglamento. En presencia de una obligación que espontáneamente se impone un
hombre honrado, debe, ante todo, medir sus fuerzas, y hecho de mi parte este
examen con escrupulosidad, debo declarar a V. S. que no me considero capaz de
dar cumplimiento a cometido alguno de los que impone a sus miembros el citado
artículo primero de los Estatutos Académicos, por las razones que someramente
paso a indicar, suplicando a V. S. las reciba como expresión sincera y leal de
quien no quisiera aparecer desagradecido a las distinciones y beneficios que se
le hacen, mucho más cuando provienen de una corporación a la cual todo hombre
culto que habla lengua castellana, tributa el respeto que se merece.
Aquí,
en esta parte de América, poblada primitivamente por españoles, todos sus
habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos
expresarnos, y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y
sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por
razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación
política de la antigua metrópoli.
Desde
principios de este siglo, la forma de gobierno que nos hemos dado, abrió de par
en par las puertas del país a las influencias de la Europa entera, y desde
entonces, las lenguas extranjeras, las ideas y costumbres que ellas representan
y traen consigo, han tomado carta de ciudadanía entre nosotros. Las reacciones
suelen ser injustas, y no sé si en Buenos Aires lo hemos sido, adoptando para
el cultivo de las ciencias y para satisfacer el anhelo por ilustrarse que
distingue a sus hijos, los libros y modelos ingleses y franceses,
particularmente estos últimos.
El
resultado de este comercio se presume fácilmente. Ha mezclado, puede decirse,
las lenguas, como ha mezclado las razas. Los ojos azules, las mejillas blancas
y rosadas, el cabello rubio, propios de las cabezas del norte de Europa, se
observan confundidos en nuestra población con los ojos negros, el cabello de
ébano y la tez morena de los descendientes de la parte meridional de España.
Estas diferencias de constitución física, lejos de alterar la unidad del
sentimiento patrio, parece que, por leyes generosas de la naturaleza que a las
orillas del Plata se cumplen, estrechan más y más los vínculos de la
fraternidad humana, y dan por resultado una raza privilegiada por la sangre y
la inteligencia, según demuestra la experiencia a los observadores
despreocupados.
Este
fenómeno, no estudiado todavía como merece, y que, según mis alcances, llegará
a ser uno de los datos con que grandes problemas sociales han de resolverse, se
manifiesta igualmente, a su manera, con respecto a los idiomas.
En
las calles de Buenos Aires resuenan los acentos de todos los dialectos
italianos, a par del catalán que fue el habla de los trovadores, del gallego en
que el Rey Sabio compuso sus cántigas, del francés del norte y mediodía, del
galense, del inglés de todos los condados, etc., y estos diferentes sonidos y
modos de expresión cosmopolitizan nuestro oído y nos inhabilitan para intentar
siquiera la inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben nuestros
numerosos periódicos, se dictan y discuten nuestras leyes, y es vehículo para
comunicamos unos con otros los porteños.
Esto,
en cuanto al idioma usual, común, el de la generalidad. Por lo que respecta al
hablado y escrito por las personas que cultivan con esmero la inteligencia y
tratan de elaborar la expresión con mejores instrumentos que el vulgo, cuyo uso
por otra parte es ley suprema del lenguaje, debo confesar que son cortas en
número, y aunque de mucha influencia en esta sociedad, tampoco tienen títulos
para purificar la lengua hablada en el siglo de oro de las letras peninsulares,
de que la Academia es centinela desvelado. Los hombres que entre nosotros
siguen carreras liberales, pertenezcan a la política o a las ciencias
aplicadas, no pueden por su modo de ser, escalar los siglos en busca de modelos
y de giros castizos en los escritores ascéticos y publicistas teólogos de una
monarquía sin contrapeso. Hombres prácticos y de su tiempo, antes que nada, no
leen sino libros que enseñan lo que actualmente se necesita saber, y no enseñan
las páginas de la tierna Santa Teresa ni de su amoroso compañero San Juan de la
Cruz , ni libro alguno de los autores que forman el concilio infalible en
materia de lenguaje castizo.
Yo
frecuento con intimidad a cuantos en esta mi ciudad natal escriben, piensan y
estudian, y puedo asegurar a V. S. que sus bibliotecas rebosan en libros
franceses, ingleses, italianos, alemanes, y es natural que adquiriendo ideas
por el intermedio de idiomas que ninguno de ellos es el materno, por mucho
cariño que a éste tengan, le ofendan con frecuencia, sin dejar por eso de ser
entendidos y estimados, ya aleguen en el foro, profesen en las aulas o escriban
para el público. Hablarles a estos hombres de pureza y elegancia de la lengua,
les tomaría tan de nuevo, como les causaría sorpresa recibir una visita vestida
con la capa y el sombrero perseguidos por el ministro Esquilache.
Por
muy independiente que me crea, incapaz de ceder a otras opiniones que a las
mías propias, confieso a V. S. que no estoy tan desprendido de la sociedad en
que vivo, que me atreva, en vista de lo que acabo de exponer, a hacer ante ella
el papel de vestal del fuego que arde emblemático bajo el crisol de la ilustre
Academia.
El
espíritu cosmopolita, universal, de que he hablado, no tiene excepciones entre
nosotros. Son bien venidos al Río de la Plata los hombres y los libros de
España, y está en nuestro inmediato interés ver alzarse el nivel intelectual y
social en la patria de nuestros mayores; pues nada tan plácido y sabroso para
el espíritu como nutrirse por medio de la lengua en que la humana razón
comienza a manifestarse en el regazo de las madres. Es penoso el oficio de
disipar diariamente esa especie de nube que oscurece la página que se lee
escrita con frase extranjera, y a este oficio estamos condenados los
americanos, so pena de fiarnos a las traducciones, no siempre fieles, que nos
suministra la imprenta europea.
Podría
decirme V. S. que todo cuanto con franqueza acabo de expresarle, prueba la
urgencia que hay en levantar un dique a las invasiones extranjeras en los
dominios de nuestra habla. Pero en ese caso yo replicaría a V. S. con algunas
interrogaciones: —¿Estará en nuestro interés crear obstáculos a una avenida que
pone tal vez en peligro la gramática, pero puede ser fecunda para el
pensamiento libre? ¿Mueven a los americanos las mismas pasiones que el patriota
y castizo autor del ardoroso panfleto —“Centinela contra franceses”— impreso al
comenzar el siglo, cuando la ambición napoleónica exaltaba el estro de Quintana
a y el valor del pueblo ibero, contra la usurpación extranjera? ¿Qué interés
verdaderamente serio podemos tener los americanos en fijar, en inmovilizar, al
agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro discurso y raciocinio? ¿Qué
puede llevarnos a hacer esfuerzos por que al lenguaje que se cultiva a las
márgenes del Manzanares, se amolde y esclavice el que se transforma, como cosa
humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces? ¿Quién podrá
constituirnos en guardianes celosos de una pureza que tiene por enemigos a los
mismos peninsulares que se avecinan en esta Provincia?
Llegan
aquí, con frecuencia, hijos de la España con intento de dedicarse a la
enseñanza primaria, y con facilidad se acomodan como maestros de escuela, en
mérito de diplomas que presentan autorizados por los institutos normales de su
país. Conozco a la mayor parte de ellos, y aseguro a V. S. con verdad, salvando
honrosas excepciones, que cuando se han acercado a mí, como a director del
ramo, he dudado al oírlos que fuesen realmente españoles, tal era de exótica su
locución, tales los provincialismos en que incurrían y el dejo antiestético de
la pronunciación, a pesar de la competencia que mostraban en prosodia y
ortología teóricas. Con semejante cuesta que subir, sería tarea de Sísifo
mantener en pureza la lengua española.
A
mi ignorancia no aqueja el temor de que por el camino que llevamos, lleguemos a
reducir esa lengua a una jerga indigna de países civilizados. El idioma tiene
íntima relación con las ideas, y no puede abastardarse, en país alguno donde la
inteligencia está en actividad y no halla rémoras el progreso. Se transformará,
sí, y en esto no hará más que ceder a la corriente formada por la sucesión de
los años, que son revolucionarios irresistibles. El pensamiento se abre por su
propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia
verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan y perfeccionan
por obra de gramáticos, sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven.
La prueba la dan manifiesta aquellos idiomas desapacibles para oídos latinos,
idiomas pobres y mendigos de voces ajenas, que sin embargo, sirven desde siglo
atrás a las ciencias y a la literatura de modo a dar envidia a los mismos que se
envanecen y deleitan con la atonía de algunas de las lenguas oriundas de la
romana.
Siento
no poder dar forma técnica a estas generalidades. Pero la vulgaridad de la
forma no impedirá a la sagacidad de V. S. penetrar en el fondo de mis palabras,
y la Academia que tan ilustrada curiosidad manifiesta por conocer el estado en
que se encuentra en América la materia de sus estudios, podrá tal vez sacar
algún partido de la franqueza con que hablo a V. S. poniéndole de manifiesto
los inconvenientes que encuentro en conciencia, para aceptar el diploma con que
se me ha favorecido.
Permítame
V. S. darle honradamente, otras razones para justificar la devolución del
valioso diploma.
Creo,
señor, peligroso para un sudamericano la aceptación de un título dispensado por
la Academia Española. Su aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la
gratitud, e impone a la urbanidad, si no entero sometimiento a las opiniones
reinantes en aquel cuerpo, que como compuesto de hombres profesa creencias
religiosas y políticas que afectan a la comunidad, al menos un disimulo
discreto y tolerante por esas opiniones; y yo no estoy seguro de poder amañar
mis inclinaciones a las de la Academia, según puedo juzgar por antecedentes que
me son conocidos y por algunos artículos de su Reglamento.
Descubro
ya, un espíritu que no es el mío en los distinguidos sudamericanos,
especialmente de la antigua Colombia, que han aceptado el encargo de fundar
Academias correspondientes con la de Madrid. Algunos de ellos me honran e
instruyen con su correspondencia, y a los más conozco por sus escritos
impresos. Adviértoles a todos caminar en rumbo extraviado y retrospectivo, con
respecto al que debieran seguir, en mi concepto, para que el mundo nuevo se
salve, si es posible, de los males crónicos que afligen al antiguo.
La
mayor parte de esos americanos, se manifiestan afiliados, más o menos a
sabiendas, a los partidos conservadores de la Europa, doblando la cabeza al despotismo
de los flamantes dogmas de la Iglesia romana, y entumeciéndose con el frío
cadavérico del pasado, incurriendo en un doble ultramontanismo, religioso y
social.
No
puedo convenir, por ejemplo, en que el lenguaje humano sea otra cosa que lo que
la filología y la historia enseñan sobre su formación. No puedo estar de
acuerdo a este respecto, con el autor de un “Diccionario de la lengua
castellana... Enciclopedia de los conocimientos útiles”, etc., que actualmente
se publica en Madrid y en Buenos Aires, por entregas, bajo la dirección de D.
Nicolás María Serrano. Según este caballero en la primera página de su obra,
bella bajo el aspecto tipográfico y por los grabados que la acompañan, Dios nos
ha dotado de la facultad preciosa del lenguaje para que le bendigamos,
glorifiquemos en la tierra a fin de obtener el bien absoluto después de nuestra
peregrinación en este valle de lágrimas. . ., etc.
Reducirnos
a orar a Dios con la palabra y no con el pensamiento tácito, por los labios y
no con la conciencia, es dar pábulo a prácticas idolátricas y caer en el
materialismo del rezo de los devotos; es conducimos a imitar como lo más
perfecto las prácticas ascéticas del claustro, donde se pasa la vida cantando
salmos y rezando el oficio divino.
No
creo que éste pueda ser el destino del hombre en esta vida. Si tal fuera, no le
quedaría tiempo para estudiar la naturaleza y para encontrar en sus leyes el
motivo de la adoración que la criatura racional pueda rendir al creador
invisible y desconocido de tanta maravilla como la rodea.
Pongo
en manos del señor cónsul de España, caballero D. Salvador Espina, el diploma
de socio correspondiente que devuelvo respetuosamente suplicándole dé dirección
segura a estos renglones. Al mismo tiempo tengo verdadera complacencia en manifestar
mi más profundo agradecimiento a la Academia de que es y. S. intérprete,
pidiéndole que con la tolerancia propia de un sabio se digne disimular los
errores de que puedan adolecer los juicios que con franqueza me he atrevido a
emitir.
De V. S.
atento S. Servidor.
Juan
María Gutiérrez
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