EN VANO CRUDA GUERRA
Héctor Tizón
El demonio dijo: Si esto han
hecho conmigo los
invasores, ¿qué harán con
vosotros, flacos y miserables?
PEDRO LOZANO S. J.,
Descripción orográfica del Gran Chaco Gualamba
Una
mañana temprano, Tobías, cavando en el cercado, desenterró un dios antiguo.
Llamó entonces a Isabela, su mujer, al compadre Diógenes y a un hijo de éste,
muchacho aún, que —en tránsito al pueblo— desde la víspera habían pedido
posada. Y entre todos, luego de observar en silencio la piedra durante un día,
conjeturaron que eso debía de ser mal agüero.
Isabela,
que al salir al patio y mirar hacia el poniente recién amanecido había visto la
figura diminuta de un hombre camino de la casa, se aderezaba los cabellos con
la sejraña y pensaba, confusa, divagando. Menos de dos años habían pasado desde
que Tobías, al enviudar y sin que transcurrieran los nueve días de luto y
llanto, la tomara por mujer, acatando unas rogativas de la propia difunta, de
quien ella era entenada. Desde entonces estuvo encinta por tres veces. Ella
aprendió a conocerse en ese estado por las arcadas y las orinas oscuras que
padecía y porque sus ojos se le llenaban de una luz muy transparente; pero
todas las preñeces fracasaron. La última vez, Tobías había perdido la paciencia
y la castigó con un lazo, acusándola de no poner atención ni ganas suficientes.
Después él, apenado y solo, permaneció tres o cuatro días con sus noches tirado
en su yacija con el ánimo desabrido, con los ojos abiertos en la oscuridad del
cuarto, sin sueño; o afuera, contemplando las montañas, la tierra vacía, como
si la viese por primera o por última vez. Todas las ofrendas, los abanicos de
plumas, el agua de lluvia verde, los ramilletes olorosos fueron en vano hasta
ahora; las cosechas disminuían, los niños no querían nacer o morían enseguida y
los mozos se iban sin dejar rastros. Se había visto la sombra de un pájaro
planeando en los atardeceres, y alguien creyó verlo, también, sentado en una
roca, muy lejos. Consultaron al viento, atisbaron los ojos y el trote de las
vicuñas, la forma y derrotero de las burbujas del agua hirviendo, y esperaron.
Isabela
tuvo tiempo de cocer las habas y salpresar unos cuartos de cordero hasta que el
caminante apareció junto a la pirca, ya el sol franco.
—
¡Si había sido don Tomás! —dijo Isabela entrando en la casa para llamar a su
marido, que aún estaba echado, confuso y agrio por la borrachera de la noche.
—Se
saluda —dijo el recién llegado.
Tobías
mandó a su mujer por una tutuma de leche de oveja para convidar al huésped, a
quien también le ofertaron la única silla, que no aceptó. Entonces ella quedó
apartada, pero atenta, y los dos hombres, sentados en el suelo, hablaron sin
asombros ni prisa. El recién llegado contó que regresaba del pueblo y que allí,
por el alboroto, se había anoticiado de que el señor Gobernador vendría para
las fiestas; dijo también que había cumplido todas estas leguas para ir a
colocar comida en la manita de su hijo enterrado, y el dueño de casa le hizo
saber lo del agüero. Aunque el visitante era dueño de un campo no tan yermo, de
una vaca y una manada de treinta ovejas muy laneras, quedó al cabo preocupado
como el otro, porque la mala sombra es contagiosa y así el mismo dolor sienten
los calvos que los pelados al arrancárseles un cabello.
—Esta
mujer no pare —dijo Tobías, en tanto el viento, que empezó a soplar levemente,
trajo un olor a esporal quemado—. ¡Quién sabrá por qué, pues!
El
otro salivó apenas, quizá pensando en el arbusto quemado, y dijo:
—
¿Quién estaría siendo el padre de ella?
—Quién
sabe —dijo Tobías. En eso, un carnero oscuro y sucio vino a rascarse el lomo
contra el madero del portón desvencijado.
—Eso
ha de ser, don Tobías. De nada somos seguros hasta no saber de quién
descendimos. Mire usté las llamitas, las guachas son poco vientres, o apenas
nada. De puro desconfiada será que la Isabela se afloja y anda botándolos.
II
Las
primeras salvas de los viejos fusiles, tomados en préstamo a nuestro señor
Santiago, anunciaron con bastante anticipación la llegada del Gobernador y su
escasa comitiva al pueblo. Por esa época el río no tenía vado seguro y ello
decidió el uso de un aeroplano de cuatro asientos, el único por entonces en
todo el norte del país, al comando del piloto Rubén Arismendi, acróbata del
aire, soltero y de cabellos engomados.
Desde
muy temprano también comenzó la afluencia de los pobladores, gente de a pie,
los más, vestidos con lo mejor, que descendieron de las faldas a esta parte del
río, para ir a reunirse poco a poco en la plazuela, uno de cuyos lados daba al
edificio municipal y otro a un baldío donde se había instalado una feria de
mercaderías y bestias.
Aparte
de las descargas de fusilería, sonaron bombas de estruendo y muchas de las
ovejas de los aledaños, inquietas, comenzaron a balar. Un cartel, pegado sobre
el muro de la municipalidad, anunciaba el programa de ese día: “Salvas a la
salida del sol. Concentración de autoridades, escuelas, delegaciones y gente
común, en la plaza. Desayuno con recitado de dos niñas. Certamen del Gallo
Ciego y, al mediodía, Saludo y Discurso de su Excelencia y Acrobacia a cargo
del piloto don Rubén Arismendi”.
Hacia
la media mañana, Tobías y su mujer llegaron al pueblo; también venía con ellos
un perro ovejero negro y flaco. El aire, quieto y transparente, era casi frío y
agrandaba la visión de los cerros, a lo lejos. En el llano, más allá de los
campos sembrados, el viento, de vez en cuando, levantaba remolinos de polvo que
se elevaban súbitamente al cielo como columnas de arcángeles. Isabela, al
observarlos, quería hablar, decir algo, pero también sus labios estaban hueros
y no pudo; Tobías tampoco dijo nada, tan sólo miraba, sin pestañear ni mover
los labios, con el sombrero puesto hasta las cejas; observaba el cielo ancho y
sin nubes, apenas menoscabado por unas hebras de humo de las bombas de
estruendo, que lentamente desaparecían y, a lo lejos, una franja verdeazulada
y, de pronto, por un momento, se sintió alegre y esperanzado como cuando, en
los diciembres, bajaba al valle con los demás a veranear la Virgen. En eso
estaban cuando el perro negro comenzó a trotar hacia un costado, apartándose.
Tobías y su mujer lo vieron desaparecer en dirección de la feria y él se quedó
pensando en la flacura de su perro, a quien se le iban secando los huesos por
el mal hábito que había adquirido de comer sapos.
A
la distancia, en el centro del pueblo, una banda de sicuris y bombos comenzó a
tocar, cuando en el cielo apareció el aeroplano y todos echaron a correr,
contagiados por el espanto de las llamas y las ovejas.
III
En
el negocio de Cosme Aguaysol, boliviano afortunado y el único hombre obeso que
se había visto en más de cincuenta años en la comarca, sentado a una mesa de
mantel floreado y en compañía de otros dos ciudadanos, estaba Arismendi, el
piloto, botas altas abotonadas, negras cejas, lunar en la mejilla, bebiendo
anís con agua y riéndose con cierto escándalo, como ríen los del sur. Efectuado
el aterrizaje entre nubes de polvo en un campo llano vecino a los maizales,
había mandado que sujetaran las ruedas del avión con una soga, para protegerlo
del viento.
—Les
di una pasadita, volando bajo. ¿Lo vieron? ¡Los yutos corrían como bestias a la
barranca! Un poco más y los tiro al río.
—
¡Iba a quedar sin fiesta el señor Gobernador, don Arismendi!
—Sí
pues. Y ni falta que le hace; él también se divertía. Se ve que viene por joder
nomás. Con estos pocos votos, ¿para qué?
Aguaysol,
desde su puesto detrás del mostrador, observaba con atención solapada al grupo
de extraños.
—Además,
los votos, digo. ¡Esta gente siempre vota para el carajo!
—Si
se los deja solos, don Arismendi. ¿Lo estamos olvidando?
—
¡Nunca! —dice Arismendi—. Sería como darle una pistola a un mono.
En
uno de los rincones del bar había dos hombres más, sentados, oscuros, botella
de vino de por medio, sin hablar ni mirar a nadie, como dormidos o muertos.
—
¿Usté sabe lo que dice el Senador? —En eso, una detrás de otra, estampieron dos
bombas en la plaza. — Dice que, de Yala al norte, habría que echar unos tigres
de Bengala, para que se los coman.
—
¿Unos qué?
—Tigres
de Bengala; comilones de gente; y después traer a otra, de otros lados.
En
ese momento, con mucho agobio y el apoyo de una garrota, luego de mirar por
unos instantes desde la puerta, entró un anciano, quitándose el sombrero. Por
detrás, a pocos pasos, curioso, viene el perro de Tobías. Arismendi lo ve y
continúa:
—Para
peor, estos tipos viven más años que los loros; ya ven a éste. ¿Cuántos años
tiene, don?
El
anciano no parece oírlo ni verlo y sigue su lento andar rumbo al mostrador,
pero Aguaysol le advierte que le están hablando.
—Unos
buenos días, mi señor.
—Digo
que cuántos años tiene usté.
—
¿Cómo?
—Que
qué edad tiene, decimos.
—
¿Edad mía? ¡Cuál será, pues! Vaya a saber, señor. Muchita ha de ser.
El
perro de Tobías comenzó a gruñir.
—
¿Suyo de usté es ese perro flaco?
—Aquí
estoy por mercar unos clavitos y algo de azúcar —dice el viejo.
—Digo,
ese perro negro. Tiene parásitos.
Ahora
se oían también aquí los sones de la banda de sicuris y al patrón obeso se le
cayó una botella de las manos, vacía, y se rompió contra el suelo.
—
¿Qué es lo que trae, don Lucas? —El viejo, con mucho trabajo, abrió un trapo ya
sin color y se lo enseñó.
—Poquita
cosa es —dijo Aguaysol. Los demás ahora observaban en silencio—. ¿Qué podré
darle por eso?
—Sí
—dijo don Lucas—. Será pues azúcar y unos clavitos de ayuntar madera.
—
¿No tiene más?
—Pues
sí tengo, mi señor.
—
¿Y dónde está? Traigaló.
—Ta
extraviao. Sale poco, ahorita.
—
¿De dónde trae ese oro, viejito? —preguntó Arismendi, que se había puesto de
pie. El anciano no pareció oírlo, ni verlo, y dijo:
—Poquita
cosa.
—
¿De dónde viene? —insistió el piloto, poniendo una mano en el hombro del viejo.
—Lejos
es, mi señor.
—
¿Cómo de lejos?
—No
hay sol ahí; trastornando el río de las Burras, lugares demás réfalos, por la
escarchita... ¿De esos clavitos cabezones, tenís? —El viejo miraba al
almacenero y sonreía por la ranura de sus ojos casi blancos.
—Tendremos
que tantearlo, nomás; se me ha roto la balanza.
El
perro flaco comenzó a gruñir nuevamente y Arismendi le tiró una patada.
—Ta
helándose el fuego de la tierra —dijo el viejo, sin mirar a nadie.
—
¿Cómo?
—Su
corazón del fuego es de este orito... El señor obispo hai tar sabiéndolo.
Aguaysol
le dio una docena de clavos y el anciano se fue sin oír nada más, sin ver a
nadie, lentamente y en silencio, como si todo estuviese muerto.
En
el rincón, apoyados en la mesa, los otros dos que bebían sin hablar ni moverse,
se habían dormido.
—Ya
ven —dijo Arismendi—. Ya lo estamos viendo.
Nadie
más dijo nada.
IV
Tobías,
sentado en una piedra junto a su mujer, comía un pedazo de pan. Esperarían allí
todo el tiempo porque habían venido para eso. El señor Gobernador tendría que
saberlo. Seguramente lo sabría y les haría la merced de decírselos; porque era
autoridad. Tobías masticó dos o tres bocados del pan y le dio el resto a su
mujer. El perro comedor de sapos se les había vuelto a reunir y yacía de
barriga, aparentemente ajeno, con el hocico apoyado en sus patas delanteras,
aunque atento a las moscas, que lo inquietaban porque en su lugar no las veía
siempre.
Tobías,
en cambio, sí conocía moscas, y también, una vez, había visto un tren, a lo
lejos; y ahora, con Isabela, habían visto un gato blanco; buena señal. A poca
distancia, entre un grupo de gente, descubrieron al compadre Diógenes y a su
hijo mozo, y fueron hasta ellos. También estaban, juntos o muy cercanos, Candelario
Cruz, Juan Zerpa, apodado don Zerpita por lo mermado de su talla, Matías
Sustituto Luere y don Juan Arias, con sus tres hijos y tres entenados, dos de
ellos sordomudos, Domingo Sarapura, un Encarnación Rosales, quien de mañana
temprano había extraviado a su abuelo que andaba en busca de unos clavos, y
varios conocidos más; sin contar las mujeres. Don Zerpita traía una botella de
alcohol, que destapó para el convite, y al cabo todos fueron en dirección de la
casa municipal, para esperar en ese lugar, donde incomprensiblemente había
crecido un sauce muy coposo, pero no debajo del árbol, porque desconfiaban de
la sombra de los árboles.
Allí,
mientras esperaban, entre todos recordaron, diciéndolo o de mero pensamiento,
los días aquellos cuando vino el maestro de escuela y el cura trajo el órgano y
les enseñó a cantar misa y vísperas y canto llano y echó agua en la cabeza de
los niños y sal en sus labios.
Sonaron
algunos cohetes con gran escándalo de los perros, que corrieron a buscar
refugio entre los hombres.
Candelario
Cruz esperaba al Gobernador para pedirle que pusieran a su hijo en la Armada;
había oído decir que en el mar a los hombres se les suelta la lengua y se hacen
sabios, y aquí andábamos muy necesitados de gente que supiera qué íbamos a
hacer. Antes, los mandamientos y las leyes eran en verso y todos los
conocíamos, ahora están escritos en papeles y sólo de monaguillo para arriba
los conocen, los demás andamos como los ciegos.
Matías
Sustituto había venido para entregar a las autoridades un recado dirigido a su
mujer, a quien hacía cuatro años se llevaron para el sur, a servir, y desde
entonces no había vuelto.
Apoyado
contra unas piedras amontonadas que esperaban destino, Tobías observaba con sus
ojos neutrales todo el movimiento de la fiesta; el cielo claro, aunque ahora
con algunas manchas plomizas hacia el poniente y, más allá de los baldíos
deslindados por bajos cercos de adobe, los penachos de un maizal secretamente
movidos por la brisa; debidamente apartada, pero no lejos de él, su mujer —de apenas
catorce años, según sus cuentas— sentada en el suelo hilaba, sin levantar la
vista de su rueca. El fuego que encendieran al llegar con algunas raíces secas,
enrarecido, acababa de morir por abandono.
Domingo
Sarapura tenía un papel guardado debajo de su camisa, escrito hacía mucho, para
entregar al Gobernador, donde se hablaba de unos títulos y unas mercedes
viejas. A poco, la botella de alcohol quedó agotada y don Zerpita, que
descendía de uno de los alzados y fusilados en Yavi, no hallaba qué querer.
Tampoco las mujeres lo sabían.
Desde
la casa municipal llegaban el ruido del banquete, las voces y las risas de los
principales rodeando la larga mesa del Gobernador, los discursos floridos y el
son de la música.
De
pronto crujieron los portones, se oyeron unos aplausos apresurados, y apareció
el Gobernador; los que esperaban trotaron para verlo mejor, aunque enseguida
fueron obligados a detenerse. Todos prepararon sus petitorios. Pero el
Gobernador inició de inmediato un discurso y habló sin pausa acerca de la
grandeza de nuestro destino nacional, comparó a la bandera con los colores del
cielo, y luego regresó; crujieron los portones de la casa municipal, al
cerrarse, y al cabo, en el silencio de afuera, volvieron a oírse las risas, las
salutaciones y la música, y un fuerte olor a corderos asados y a humazón de la
gran pira en el centro del patio flotó en el aire por unos instantes, hasta que
el viento se lo llevó. Los hombres que esperaban no se miraron entre sí, ni
hablaron, ni se movieron. Pero todos alcanzaron a ver algo como la sombra de un
ave, de un gran pájaro errante; el mismo que ya algunos habían visto posado en
una piedra, en el páramo. El sol, pálido y grande, comenzó a irse y llegaron
apuradas las sombras de la tarde. Entonces don Zerpita, aprovechando el
silencio, rompió a llorar, como suelen hacerlo en esta tierra los hombres
cuando están borrachos.
—
¡Ay, madrecita, llenura de desdichas!
Tobías
levantó la alforja donde llevaba el avío y ofreció su mano a Isabela para
ayudarla a ponerse en pie; ella recogió la rueca y unas flores amarillas que
esa mañana había comprado en la feria y juntos, con el perro comedor de sapos,
siguieron a los demás. En el andar se les juntaron otros. Y todos, sin hablar
ni concertarse, como una claridad develada en sueños o al fondo de la memoria
tenebrosa, lo supieron. La noche confundió los cuerpos y echaron a andar,
recogiendo algunas piedras en el camino, cruzando los baldíos en dirección de
los maizales y del campo.
V
Al
alba del día siguiente el sol había devuelto la naturaleza aparente de las
cosas. El viento se fue con la noche y casi todos dormían a pesar de la
destemplanza y de la gula, excepto el Gobernador y su escasa comitiva, prontos
a regresar.
Arismendi,
el piloto, fresco y bien dormido cruzó el campo y, cuando estuvo a pocos pasos,
observó, al principio con estupor, que el aeroplano estaba fuertemente amarrado
con lazas —que rodeaban su cuerpo, con algunas abolladuras, sus alas, el eje de
sus ruedas—, sujeto al suelo con estacas y grandes piedras. Llamó entonces a
los demás, a gritos y, cuando los primeros de la comitiva estuvieron cerca,
dijo:
—
¡Ya ven! Les dije una sola cuerda a estos idiotas. ¡Miren cómo lo han hecho!
¡Como si estuviera preso!
Desde
el maizal vecino, sin haber dormido, ocultos entre las chacras, los hombres
observaban, sigilosos y atentos. Tobías Colque, que esa noche, al campo raso
había yacido con su mujer, ahora la tenía de la mano y miraba al frente. Ni
siquiera don Zerpita se había rendido; los tres hijos y los tres entenados de
don Juan Arias reían sin mesura y querían salir de entre las plantas.
Encarnación Rosales había encontrado a su abuelo, con un paquete de clavos en
el bolsillo, ahora sin su bastón, extraviado en la noche. El viejo también
miraba hacia el centro del campo, con sus ojos blancos. A lo lejos, balaron
unas ovejas cautivas en la feria y se oyó a los hombres vociferar. Pero ellos
ya no estaban inermes ni desnudos, ni ensuciados. Entonces el viejo Lucas se
puso de pie y su estatura llegó hasta las mazorcas y habló y en su voz estaban
el viento y el agua y el aleteo susurrante de los pájaros al recogerse cuando
cae la noche.