sábado, 22 de junio de 2024

Del libro Cuentos completos, de César Vallejo, Editorial Losada, Buenos Aires, 2008.

CERA

Aquella noche no pudimos fumar. Todos los ginkés de Lima estaban cerrados. Mi amigo, que conducíame por entre los taciturnos dédalos de la conocida mansión amarilla de la calle Hoyos, donde se dan numerosos fumaderos, despidióse por fin de mí, y aporcelanadas alma y pituitarias, asaltó el primer eléctrico urbano y esfumóse entre la madrugada.

Todavía me sentía un tanto ebrio de los últimos alcoholes. ¡Oh mi bohemia de entonces, broncería esquinada siempre de balances impares, enconchada de secos paladares, el círculo de mi cara libertad de hombre a dos aceras de realidad hasta por tres sienes de imposible! Pero perdonadme estos desahogos que tienen aún bélico olor a perdigones fundidos en arrugas.

Digo que sentíame todavía ebrio cuando vime ya solo, caminando sin rumbo por los barrios asiáticos de la ciudad. Mucho a mucho aclarábase mi espíritu. Luego hice la cuenta de lo que me sucedía. Una inquietud posó en mi izquierdo pezón. Berbiquí hecho de una hebra de la cabellera negra y brillante de mi novia perdida para siempre, la inquietud picó, revoloteó, se prolongó hacia adentro y traspasóme en todas direcciones. Entonces no habría podido dormir. Imposible. Sufría el redolor de mi felicidad trunca, cuyos destellos trabajados ahora en férrea tristeza irremediable, asomaban larvados en los más hondos paréntesis de mi alma, como a decirme con misteriosa ironía, que mañana, que sí, que como no, que otra vez, que bueno.

Quise entonces fumar. Necesitaba yo alivio para mi crisis nerviosa. Encaminéme al ginké de Chale, que estaba cerca.

Con la cautela del caso llegué a la puerta. Paré el oído. Nada. Después de breve espera, dispúteme a retirarme de allí, cuando oí que alguien saltaba de la tarima y caminaba descalzo y precipitadamente dentro de la habitación. Traté de aguaitar, a fin de saber si había allí algún camarada. Por la cerradura de la puerta alcancé a distinguir que Chale hacía luz, y sentábase con gran desplazamiento de malhumor delante de la lamparita de aceite, cuyo verdor patógeno soldóse en mustio semitono a la lámina facial del chino, soflamada de visible iracundia. Nadie más estaba allí.

Dado el aspecto de inexpugnable de Chale, y, según el cual, parecía acabar de despertar de alguna mala pesadilla quizás, consideré importuna mi presencia y resolví marcharme, cuando el asiático abrió uno de los cajones de la mesa y, capitaneando de alguna voz de mando interior e inexorable, que desenvainóle el cuerpo entero en resuelto avance, extrajo de un lacónico estuche de pulimentado cedro, unos cuerpos blancos entre las uñas lancinantes y asquerosas. Los puso en el borde de la mesa. Eran dos trozos de mármol.

La curiosidad tentóme. Dos trozos ¿de mármol eran? Eran de mármol. No sé por qué, desde el primer momento, esas piezas, sin haberlas tocado ni visto claramente y de cerca, vinieron a través del espacio, a barajarse entre las yemas de mis dedos, produciéndome la más segura y cierta sensación del mármol.

El chino las volvió a coger, angulando en el aire miradas por demás febriles y de angustioso devaneo, para que ellas no descorrieran ante mí ciertas presunciones sobre la causa de su vigilia. Las cogió y examinólas detenidamente a la luz. Sí. Dos pedazos de mármol.

Luego, sin abandonarlos, acodado en la mesa, desaguó entre dientes algún monosílabo canalla que alcanzó apenas a ensartarse en el ojo tajado, donde el alma del chino lagrimeó de ambición mezclada de impotencia. Hala otra vez el mismo cajón y aupado acaso por un viejo tesón que redivivía por centésima vez, toma de allí numerosos aceros, y con ellos empieza a labrar sus mármoles de cábala.

Ciertas presunciones, dije antes, saltaron ante mí. En efecto. Conocía yo desde dos años atrás a Chale. El mongol era jugador. Y jugador de fama en Lima; perdedor de millares, ganador de tesoros al decir de las gentes. ¿Qué podía significar, pues, entonces esa vela tormentosa, ese episodio furibundo de artífice nocturno? ¿Y esos dos fragmentos de piedra? Y luego, ¿por qué dos y no uno, tres o más? ¡Eureka! ¡Dos dados! Dos dados en gestación.

El chino labraba, labraba desde el vértice mismo de la noche. Su faz, entre tanto, también labraba una infinita sucesión de líneas. Momentos hubo que Chale exaltábase y quería romper aquellos cuerpezuelos que irían a correr sobre el tapete persiguiéndose entre sí, alas ganadas del azar y la suerte, con el ruido de dos cerrados puños de una misma persona, que se diesen duro el uno al otro, hasta hacer chispas. Por mi parte habíame interesado tanto esa escena, que no pensé ni por mucho abandonarla. Parecía tratarse de una vieja empresa de paciente y heroico desarrollo. Y yo aguzábame la mente, indagando lo que perseguiría este enfermo de destino. Burilar un par de dados. ¿Y bien?

Tanto se afirma sobre maniobras digitales y secretas desviaciones o enmiendas a voluntad en el cubileteo del juego, que sin duda, díjeme al cabo, algo de esto se propone mi hombre. Esto por lo que tocaba al fin. Pero lo que más me intrigaba, como se comprenderá, era el arte de los medios, en cuya disposición parecía empeñarse Chale a la sazón, esto es la correlación que debía de prestablecerse, entre la clase de dados y las posibilidades dinámicas de las manos. Porque si no fuese necesaria esta concurrencia bilateral de elementos, ¿para qué este chino hacía por sí mismo los dados? Pues cualquier material rodante sería utilizable para el caso. Pero no.

Es indudable que los dados deben de estar hechos de cierta materia, bajo este peso, con aquel aristaje, exagonados sobre tal o cual impalpable declive para ser despedidos por las yemas de los dedos; y luego, estar pulidos con esa otra depresión o casi inmaterial aspereza entre marca y marca de los puntos o entre un ángulo poliédrico y el exergo en blanco de una de las cuatro caras correspondientes. Hay, pues, que suscitar la aptitud de la materia aleatoria, para hacer posible su obediencia y docilidad a las vibraciones humanas, en este punto siempre improvisadas, y triunfadoras por eso, de la mano, que piensa y calcula aún en la más oscuro y ciego de estos avatares.

Y si no, había que observar al asiático en su procelosa jornada creadora, cincel en mano, picando, rayando, partiendo, desmoronando, hurgando las condiciones de armonía y dentaje entre las innacidas proporciones del dado y las propias ignoradas potencias de su voluntad cambiante. A veces, detenía su labor un punto, contemplaba el mármol y sonreía su rostro de vicioso, melado por la lumbre de la lámpara. Luego con aire tranquilo y amplio, golpeaba, cambiaba de acero, hacía rodar el juguete monstruoso ensayándolo, confrontaba planos tenaz, pacientemente y cavilaba.

Pocas semanas después de aquella noche, quienes hubo que murmuraban entre atorrantes y demás círculos de la cuerda, cosas estupefacientes e increíbles sobre grandes acontecimientos recientemente habidos en las casas de juego de Lima. De mañana en mañana las leyendas fabulosas crecían. Una tarde del último invierno, en la puerta del Palais Concert, refería un exótico personaje de biscotelas chorreantes, a un grupo de mozos, que le oían por todas las orejas:

—Chale para poder jugar esos diez mil soles, no ha jugado limpio. Yo no sé cómo. Pero el chino se maneja una misteriosa, inconstatable prestidigitación sobre el tapete. Eso no se puede negar. Fíjense ustedes — recalcó aquel hombre con gravedad siniestra— que los dados con que juega ese chino, jamás aparecen en la mano de otro jugador que no sea Chale. Hablo sobre datos inequívocos de propia observación. Esos dados tienen, pues, algo. En fin…Yo no sé…

Una noche lanzóme la inquietud al antro donde jugaba Chale.

Era una cosa de juego para los más soberbios duelos del tapete.

Había mucha gente en torno de la mesa. La cabestreada atención de todos hacia el paño ganglionado de montones de billetes, díjome que esa era noche de gran borrasca. Abriéronme paso algunos conocidos que entusiastas me echaban a apostar.

Allí estaba Chale. Desde la cabecera de la mesa, presidía la sesión, en su impasible y torturante catadura todopoderosa: dos correas verticales por cuello, desde los parietales chatos de ralo pelaje, hasta las barras lívidas de las clavículas; boca forjada a la mala en dos jebes tensos de codicia, que no se entreabrían jamás en sonrisa por miedo a desnudarse hasta el hueso; camisa heroica hasta los codos. El latido de la vida saltábale de un pulso al otro, buscando las puertas de las manos para escapar de cuerpo tan miserable. Livor nauseante sobre los pómulos de caza.

Podría decirse que allí se había perdido la facultad de hablar. Señas. Adverbios casi inarticulados, Interjecciones arrastradas. ¡Oh cuánto quema a veces el resuello branquial de lo que anda muerto, y sin embargo vivo en cada uno de nosotros!

Propúseme observar con toda la sutileza y profundidad de que era capaz, las más mínimas ondas sicológicas y mecánicas del chino.

Rayaba la una de la madrugada.

Alguien apostó cinco mil soles a la suerte. El aire chasqueó como agua caliente estocada por la primera burbuja de la ebullición. Y si quisiera yo ahora precisar cómo eran las caras circunstantes en aquellos segundos de prueba, diría que todas ellas rebasáronse a sí mismas y fueron a ser refregadas y estrujadas con el par de dados de Chale, encendiéndose y afilándose allí, hasta urgir y querer arrancar una novena arista milagrosa a cada dado, como ansiada sonrisa del destino. Chale deshízose violentamente de los dados, como un par de brasas que chisporroteasen, y rugió una hienada formidable grosería que trascendió en la sala a carne muerta.

Palpéme en mi propio cuerpo como buscándome, y me di cuenta de que allí estaba yo temblando de asombro. ¿Qué había sentido el chino? ¿Por qué arrojó los dados así, como si le hubiese quemado o cortado las manos? El ánimo de aquellos jugadores todos, como es natural, en contra suya siempre, había, ante tan crestada apuesta, así llegándole a herir de tal manera. Mientras los dados estuviesen abandonados sobre el paño de esmeralda, vinieron a mi memoria los dos trozos de mármol que vi troquelar a Chale en ya lejana noche. Estos dados, que ahora veía, provenían por cierto de las nacientes joyas de entonces, porque he aquí que ellos eran de un mármol albicante y traslúcido en los bordes y de brillo firme casi metálico en los fondos. ¡Bellos cubos de Dios!

El chino, luego de corta vacilación, recogió otra vez los dados y siguió su juego, no sin algún temblor convaleciente en las sienes que quizás sólo yo percibí con harto trabajo.

Tiró una vez. Barajó. Volvió a tirar dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho veces. La novena pintó quina y sena.

Todos parecieron descolgarse de una picota y resucitar. Todos humanizáronse de nuevo. Por allí se pidió un cigarrillo. Tosieron. Chale pagó dos mil quinientos soles. Yo lancé un suspiro. Luego tragué saliva. Hacía calor.

Formuláronse nuevas apuestas y continuó la trágica disputa de la suerte con la suerte.

Noté que la pérdida que acababa de tener Chale no le había inmutado absolutamente, circunstancia que venía a echar aún mayor sombra de misterio sobre el motivo de su inusitado rapto de ira anterior que, por lo visto, no podía atribuirse a claro alguno producido en los millares de su banca. De ninguna manera. De veras aquel fogonazo nervioso, por incausado, al parecer socavaba mi espíritu con crecientes cavilaciones sobre posibles inteligencias del chino con corrientes o potencias que danse más allá de los hechos y de la realidad perceptible. ¿Hasta dónde, en efecto, podría Chale parcializar al destino en su favor por medio de una técnica sabia e infalible en el manejo de los dados?

En el primer juego que siguió al de los cinco mil soles, fue de nuevo esta misma cantidad, apuntada esta vez al azar. Varios acompañaron con menores apuestas a las quinientas libras. Y el ambiente de combate fuele ahora aún más enteramente hostil al banquero.

Los dados saltaron de la diestra del asiático, juntos, al mismo tiempo, dotados de un impulso igual. Con un instrumento de medida que pudiese registrar en cifras innominables las humanas ecuaciones gestadoras de acción más infinitesimales, habríase constatado la simultaneidad absolutamente matemática con que ambos mármoles fueron despedidos al espacio. Y juraría que, al auscultar la relación de avance que desarrollábase entre esos dos dados al iniciar su vuelo, lo que hay más de permanente, de más vivo, de más fuerte, de más inmutable y eterno en mi ser, fundidas todas las potencias de la dimensión física, se dio contra sí mismo, y así pude sentir entonces en la verdad del espíritu, la partida material de esos dos vuelos, a un mismo tiempo, unánimes.

Chale había arrojado los dados constriñendo toda su escultura hacia una desviación anatómica tan rara y singular, que ello turbó aún más mi ya sugestionada sensibilidad. Diríase que en ese momento había el jugador estilizado toda su animalidad, subordinándola a un pensamiento y un deseo únicos a la sazón en su juego.

En efecto ¿Cómo poder describir semejante movimiento de sus huesosos flancos, arrimándose uno contra otro, por sobre la gritería misma de un silencio de pie suspenso entre los dos guijarros de la marcha; semejante ritmo de los omóplatos transfigurándose, empollándose en truncas alas que, de pronto, crecían y salían fuera, ante la ceguedad de todos los jugadores que nada de esto percibían y que me dejaban ¡ay! solo ante aquel espectáculo que me castigaba en todo el corazón!... Y aquella confluencia del hombro derecho, quieta, esperando que la frente del chino acabase de ganar todo el arco que la intuición y el cálculo mental de fuerzas, distancias, obstáculos, elementos aceleratrices y hasta del máximun de intervención de una segunda potestad humana, tendían, templaban, ajustaban desde el punto más alto de la vidente voluntad del hombre hasta los cercos lindantes a la omnipotencia divina… Y esa muñeca pálida, alambreada, neurótica, como de hechicería, casi diafanizada por la luz que parecía portar y transmitir en vértigo a los dados, que la esperaban en la cuenca de la mano, saltando, hidrogénicos, palpitantes, cálidos, blandos, sumisos, transustanciados tal vez, en dos trozos de cera que sólo detendríanse en el punto del extendido paño, secretamente requerido, plasmados por los dos lados que pluga al jugador… La presencia entera de Chale y toda la atmósfera de extraordinaria e ineludible soberanía, que desarrolló en la sala en tal instante, habíanme envuelto también a mí, como átomo en medio del fuego solar del mediodía.

Los dados volaron, mejor corrieron tropezándose entre sí, patinando, saltando isócronos a veces, con el rehílo punzante de dos tambores que batieran en redoble de piedra la marcha de lo que no podía volver atrás, aun a pesar de Dios mismo, ante las pobres miradas de aquella estancia, solemne y recogida más que iglesia a la hora de alzar la hostia consagrada…

Vibrante, grisácea línea trababa cada dado al rodar, Una de esas líneas empezó a engrosar, fue desdoblándose en manchas unas más blancas que otras; pintó sucesivamente 2 puntos negros, luego 5, 4, 2, 3 y plantóse por fin marcando quina. El otro mármol ¡oh los costados y el espaldar, el hombre y el frontal del jugador! el otro mármol ¡oh la partida simultánea de los dados! el otro avanzó tres dados más que el anterior, y por parecido proceso de evolución hacia la meta insospechada, fue a presentar también 5 puntos de carbón sobre el tapete. ¡Suerte!

El chino, con la serenidad de quien lee un enigma cuyos términos le fueses desde mucho antes familiares, hizo ingresar a su banca los cinco mil soles de la apuesta. Alguien dijo a media voz:

—¡Es una barbaridad! Siempre las más altas paradas son para Chale. No se puede con él.

El chino, repetí para mí, no hay duda, tiene completo dominio sobre los dados que él mismo labrara, y, acaso, todavía más, es dueño y señor de los más indescifrables designios del destino, que le obedecen ciegamente.

Los más poderosos jugadores parecieron encolerizarse y refunfuñar contra Chale, a raíz de la última jugada. La sala entera sacudióse en un espasmo de despecho; y quizá la protesta amordazada de esa masa de seres a los que así golpeaba la invencible sombra del Destino encarnada en la fascinante figura de Chale, estuvo a punto de traducirse en un zarpazo de sangre. Un solo gran infortunio puede más que millares de pequeños triunfos dispersos y los atrae y ata a sus huracanadas entrañas, hasta untarles por fin en su aceite incandescente y funerario. Todos esos hombres debieron sentirse heridos por la última victoria del chino, y, llegado el caso, todos le habrían arrancado la vida a las ganadas. Hasta yo mismo –me aguijonea el remordimiento al recordarlo– hasta yo mismo odié furiosamente a Chale en ese instante.

Siguió una apuesta de diez mil soles al azar. Todos temblamos de expectación, de miedo y de una misericordia infinita, como si fuésemos a presenciar un heroísmo. La tragedia revolcóse cosquilleante a lo largo de la epidermis. Las pupilas relincharon casi vertiendo lloro puro. Los rostros alisáronse cárdenos de incertidumbre. Chale lanzó sus dados. Y de este solo cordelazo, apuntaron dos senas en el paño. Suerte!

Sentí que alguien se abría paso a mi lado y me apartaba para adelantarse a la mesa, presionándome, casi acogotándome en forma brutal y arrolladora, como si una fuerza irresistible y fatal impulsara al intruso para tal conducta. Quienes estuvieron a mi lado sufrieron idéntico vejamen del desconocido.

Y he aquí que el chino, en vez de recoger el dinero ganado, hizo de él desusado olvido, para como movido por resorte, volver inmediatamente la cara hacia el nuevo concurrente. Chale se demudó. Parece que ambos hombres chocaron sus miradas, a modo de dos picos que se prueban en el aire.

El recién llegado era un hombre alto y de anchura proporcionada y hasta armoniosa; aire enhiesto; gran cráneo sobre la herradura fornida de un maxilar inferior que reposaba recogido y armado de excesiva dentadura para mascar cabezas y troncos enteros; el declive de los carrillos anchábase de arriba abajo.

Ojos mínimos, muy metidos, como si reculasen para luego acometer en insospechadas embestidas; las niñas sin color, produciendo la impresión de dos cuencas vacías. Tostado cutis; cabello bravo; nariz corva y zahareña; frente tempestuosa. Tipo de pelea y aventura, sorpresivo, preñado de sugerencias embrujadas como boas. Hombre inquietante, mortificante a pesar de su alguna belleza; céntrico. Su raza? No acusaba ninguna. Aquella humanidad peregrina quizá carecía de patria étnica.

Tenía innegable traza mundana y hasta de clubman intachable, con su correcto vestir y su distinción, y el desenfado inquerido de sus ademanes.

Apenas este personaje tomó una posición junto al tapete, todo el gas envenenado de ebriedad y codicia, que respirábamos en la sala, inclusive el de la última jugada de diez mil soles, la mayor de la noche, despejóse y desapareció súbitamente. ¿Qué oculto oxígeno traía, pues, aquel hombre? De haberse podido ver el aire entonces, lo habríamos hallado azul, serena y apaciblemente azul. De golpe recobré mi normalidad y la luz de mi conciencia, entre un hálito fresco de renovación sanguínea y de desahogo. Sentí que me liberaba de algo.

Hubo un dulce remanso en la expresión de todos los semblantes. El señorío de Chale y todas sus posturas de sortilegio se acabaron.

En cambio, una cosa allí nacía. Una cosa en forma de sensación de curiosidad primero, luego de extrañeza y de espinosa inquietud. Y esa inquietud partía, indudablemente, de la presentación del nuevo parroquiano. Sí. Pues él – yo lo hubiera afirmado con mi cuello – traía algún propósito apabullante, algún designio misterioso.

El asiático estaba demudado. Desde que éste advirtió al desconocido, no volvió a mirarle cara a cara. Por nada. Aseguraría que la tomó miedo y que en él más que en ningún otro de los presentes, el efecto repulsivo y aborrecible que despertaba ese hombre, fue mucho mayor para ser disimulado. Chale le odiaba, le temía. Esa es la palabra: le tenía miedo. Además, nadie había visto jamás a tal caballero en aquella casa de juego. Chale ni siquiera le conocía. Detonaba, pues, también por esto su presencia.

El clubman de súbito empezó a respirar con trabajo. Como si se asfixiara. Jadeaba mirando fijamente al cabizbajo chino que parecía triturado por aquella mirada, mutilado, reducida a pobres carbones toda su personalidad moral, toda su confianza en sí mismo de antes, toda su beligerancia triunfadora siempre del hado. Chale, cariacontecido, como niño cogido en falta, movía los dedos en el hueco de su diestra temblorosa, queriendo derribarlos por impotencia.

El corro, poco a poco, llegó a converger todas sus miradas en el forastero que aún no había pronunciado palabra. Se hizo silencio.

Por fin el recién llegado dijo dirigiéndose al chino: —¿Cuánto importa toda su banca?

El interrogado pestañeó haciendo una mueca apocalíptica y ridícula de desamparo, como si fuese a recibir una bofetada mortal. Y volviendo en sí, balbuceó, sin saber lo que decía. —Allí está todo.

La banca importaba más o menos cincuenta mil soles.

El hombre equis nombró esta suma, extrajo una cantidad igual de su cartera y con majestad la colocó en el paño, apostándola al azar, ante el pasmo de los circunstantes. El chino se mordió los labios. Y, siempre rehuyendo el rostro de su nuevo adversario, empezó a barajar los cubos de mármol, sus cubos.

Nadie acompañó a tan monstruosa y atrevida apuesta.

El apostador único, solitario, sin que nadie, absolutamente nadie, menos el chino, pudiese advertirlo, extrajo del bolsillo su revólver, acercólo sigilosamente al cerebro de Chale, y, la mano en el gatillo, erecto el cañón hacia aquel blanco. Nadie, repito, percibió esta espada de Damocles que quedó suspendida sobre la vida del asiático. Muy al contrario. La espada de Damocles viéronla todos suspendida sobre la fortuna del desconocido, pues que su pérdida estaba descontada. Recordé lo que momentos antes habíase susurrado en la sala:

—Siempre las más altas paradas son para Chale. No se pude con él.

¿Era su buena suerte? ¿Era su sabiduría? No lo sé, Pero yo era ahora el primero que preveía la victoria del chino.

Echó éste los dados. ¡Oh los costados y el espaldar, el hombro y el frontal del jugador! De nuevo, y con más óptima elocuencia, repitiese ante mis ojos y ante mi alma, el espectáculo extraordinario, la desviación anatómica, la polarización de toda la voluntad que doma y sojuzga, entraba y dirige los más inextricables designios de la fatalidad. De nuevo, ante el esfuerzo creador del lanzador de dados, sobrecogido fui de un cataclismo misterioso que rompía toda armonía y razón de ser de los hechos y leyes y enigmas en mi cerebro estupefacto. De nuevo esa partida simultánea de los dados ante iguales términos aleatorios de apuesta. De nuevo abrí los ojos desmesurándolos para constatar la suerte que vendría a agraciar al gran banquero.

Los mármoles corrieron y corrieron y corrieron. El cañón y el gatillo y la mano esperaban. El de la gran parada no miraba los dados: sólo miraba fija, terrible, implacablemente a la testa del asiático. Ante aquel desafío, que nadie notaba, de ese revólver contra ese par de dados que pintarían el número que pluga a la invencible sombra del Destino, encarnada en la figura de Chale, cualquier habría asegurado que yo estaba allí. Pero no. Yo no estaba allí. Los dados detuviéronse. La muerte y el destino tiraron de todos los pelos. ¡Dos ases! El chino se echó a llorar como un niño.

martes, 15 de febrero de 2022

 EN VANO CRUDA GUERRA

Héctor Tizón

El demonio dijo: Si esto han hecho conmigo los

invasores, ¿qué harán con vosotros, flacos y miserables?

PEDRO LOZANO S. J., Descripción orográfica del Gran Chaco Gualamba

Una mañana temprano, Tobías, cavando en el cercado, desenterró un dios antiguo. Llamó entonces a Isabela, su mujer, al compadre Diógenes y a un hijo de éste, muchacho aún, que —en tránsito al pueblo— desde la víspera habían pedido posada. Y entre todos, luego de observar en silencio la piedra durante un día, conjeturaron que eso debía de ser mal agüero.

Isabela, que al salir al patio y mirar hacia el poniente recién amanecido había visto la figura diminuta de un hombre camino de la casa, se aderezaba los cabellos con la sejraña y pensaba, confusa, divagando. Menos de dos años habían pasado desde que Tobías, al enviudar y sin que transcurrieran los nueve días de luto y llanto, la tomara por mujer, acatando unas rogativas de la propia difunta, de quien ella era entenada. Desde entonces estuvo encinta por tres veces. Ella aprendió a conocerse en ese estado por las arcadas y las orinas oscuras que padecía y porque sus ojos se le llenaban de una luz muy transparente; pero todas las preñeces fracasaron. La última vez, Tobías había perdido la paciencia y la castigó con un lazo, acusándola de no poner atención ni ganas suficientes. Después él, apenado y solo, permaneció tres o cuatro días con sus noches tirado en su yacija con el ánimo desabrido, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, sin sueño; o afuera, contemplando las montañas, la tierra vacía, como si la viese por primera o por última vez. Todas las ofrendas, los abanicos de plumas, el agua de lluvia verde, los ramilletes olorosos fueron en vano hasta ahora; las cosechas disminuían, los niños no querían nacer o morían enseguida y los mozos se iban sin dejar rastros. Se había visto la sombra de un pájaro planeando en los atardeceres, y alguien creyó verlo, también, sentado en una roca, muy lejos. Consultaron al viento, atisbaron los ojos y el trote de las vicuñas, la forma y derrotero de las burbujas del agua hirviendo, y esperaron.

Isabela tuvo tiempo de cocer las habas y salpresar unos cuartos de cordero hasta que el caminante apareció junto a la pirca, ya el sol franco.

— ¡Si había sido don Tomás! —dijo Isabela entrando en la casa para llamar a su marido, que aún estaba echado, confuso y agrio por la borrachera de la noche.

—Se saluda —dijo el recién llegado.

Tobías mandó a su mujer por una tutuma de leche de oveja para convidar al huésped, a quien también le ofertaron la única silla, que no aceptó. Entonces ella quedó apartada, pero atenta, y los dos hombres, sentados en el suelo, hablaron sin asombros ni prisa. El recién llegado contó que regresaba del pueblo y que allí, por el alboroto, se había anoticiado de que el señor Gobernador vendría para las fiestas; dijo también que había cumplido todas estas leguas para ir a colocar comida en la manita de su hijo enterrado, y el dueño de casa le hizo saber lo del agüero. Aunque el visitante era dueño de un campo no tan yermo, de una vaca y una manada de treinta ovejas muy laneras, quedó al cabo preocupado como el otro, porque la mala sombra es contagiosa y así el mismo dolor sienten los calvos que los pelados al arrancárseles un cabello.

—Esta mujer no pare —dijo Tobías, en tanto el viento, que empezó a soplar levemente, trajo un olor a esporal quemado—. ¡Quién sabrá por qué, pues!

El otro salivó apenas, quizá pensando en el arbusto quemado, y dijo:

— ¿Quién estaría siendo el padre de ella?

—Quién sabe —dijo Tobías. En eso, un carnero oscuro y sucio vino a rascarse el lomo contra el madero del portón desvencijado.

—Eso ha de ser, don Tobías. De nada somos seguros hasta no saber de quién descendimos. Mire usté las llamitas, las guachas son poco vientres, o apenas nada. De puro desconfiada será que la Isabela se afloja y anda botándolos.

II

Las primeras salvas de los viejos fusiles, tomados en préstamo a nuestro señor Santiago, anunciaron con bastante anticipación la llegada del Gobernador y su escasa comitiva al pueblo. Por esa época el río no tenía vado seguro y ello decidió el uso de un aeroplano de cuatro asientos, el único por entonces en todo el norte del país, al comando del piloto Rubén Arismendi, acróbata del aire, soltero y de cabellos engomados.

Desde muy temprano también comenzó la afluencia de los pobladores, gente de a pie, los más, vestidos con lo mejor, que descendieron de las faldas a esta parte del río, para ir a reunirse poco a poco en la plazuela, uno de cuyos lados daba al edificio municipal y otro a un baldío donde se había instalado una feria de mercaderías y bestias.

Aparte de las descargas de fusilería, sonaron bombas de estruendo y muchas de las ovejas de los aledaños, inquietas, comenzaron a balar. Un cartel, pegado sobre el muro de la municipalidad, anunciaba el programa de ese día: “Salvas a la salida del sol. Concentración de autoridades, escuelas, delegaciones y gente común, en la plaza. Desayuno con recitado de dos niñas. Certamen del Gallo Ciego y, al mediodía, Saludo y Discurso de su Excelencia y Acrobacia a cargo del piloto don Rubén Arismendi”.

Hacia la media mañana, Tobías y su mujer llegaron al pueblo; también venía con ellos un perro ovejero negro y flaco. El aire, quieto y transparente, era casi frío y agrandaba la visión de los cerros, a lo lejos. En el llano, más allá de los campos sembrados, el viento, de vez en cuando, levantaba remolinos de polvo que se elevaban súbitamente al cielo como columnas de arcángeles. Isabela, al observarlos, quería hablar, decir algo, pero también sus labios estaban hueros y no pudo; Tobías tampoco dijo nada, tan sólo miraba, sin pestañear ni mover los labios, con el sombrero puesto hasta las cejas; observaba el cielo ancho y sin nubes, apenas menoscabado por unas hebras de humo de las bombas de estruendo, que lentamente desaparecían y, a lo lejos, una franja verdeazulada y, de pronto, por un momento, se sintió alegre y esperanzado como cuando, en los diciembres, bajaba al valle con los demás a veranear la Virgen. En eso estaban cuando el perro negro comenzó a trotar hacia un costado, apartándose. Tobías y su mujer lo vieron desaparecer en dirección de la feria y él se quedó pensando en la flacura de su perro, a quien se le iban secando los huesos por el mal hábito que había adquirido de comer sapos.

A la distancia, en el centro del pueblo, una banda de sicuris y bombos comenzó a tocar, cuando en el cielo apareció el aeroplano y todos echaron a correr, contagiados por el espanto de las llamas y las ovejas.

III

En el negocio de Cosme Aguaysol, boliviano afortunado y el único hombre obeso que se había visto en más de cincuenta años en la comarca, sentado a una mesa de mantel floreado y en compañía de otros dos ciudadanos, estaba Arismendi, el piloto, botas altas abotonadas, negras cejas, lunar en la mejilla, bebiendo anís con agua y riéndose con cierto escándalo, como ríen los del sur. Efectuado el aterrizaje entre nubes de polvo en un campo llano vecino a los maizales, había mandado que sujetaran las ruedas del avión con una soga, para protegerlo del viento.

—Les di una pasadita, volando bajo. ¿Lo vieron? ¡Los yutos corrían como bestias a la barranca! Un poco más y los tiro al río.

— ¡Iba a quedar sin fiesta el señor Gobernador, don Arismendi!

—Sí pues. Y ni falta que le hace; él también se divertía. Se ve que viene por joder nomás. Con estos pocos votos, ¿para qué?

Aguaysol, desde su puesto detrás del mostrador, observaba con atención solapada al grupo de extraños.

—Además, los votos, digo. ¡Esta gente siempre vota para el carajo!

—Si se los deja solos, don Arismendi. ¿Lo estamos olvidando?

— ¡Nunca! —dice Arismendi—. Sería como darle una pistola a un mono.

En uno de los rincones del bar había dos hombres más, sentados, oscuros, botella de vino de por medio, sin hablar ni mirar a nadie, como dormidos o muertos.

— ¿Usté sabe lo que dice el Senador? —En eso, una detrás de otra, estampieron dos bombas en la plaza. — Dice que, de Yala al norte, habría que echar unos tigres de Bengala, para que se los coman.

— ¿Unos qué?

—Tigres de Bengala; comilones de gente; y después traer a otra, de otros lados.

En ese momento, con mucho agobio y el apoyo de una garrota, luego de mirar por unos instantes desde la puerta, entró un anciano, quitándose el sombrero. Por detrás, a pocos pasos, curioso, viene el perro de Tobías. Arismendi lo ve y continúa:

—Para peor, estos tipos viven más años que los loros; ya ven a éste. ¿Cuántos años tiene, don?

El anciano no parece oírlo ni verlo y sigue su lento andar rumbo al mostrador, pero Aguaysol le advierte que le están hablando.

—Unos buenos días, mi señor.

—Digo que cuántos años tiene usté.

— ¿Cómo?

—Que qué edad tiene, decimos.

— ¿Edad mía? ¡Cuál será, pues! Vaya a saber, señor. Muchita ha de ser.

El perro de Tobías comenzó a gruñir.

— ¿Suyo de usté es ese perro flaco?

—Aquí estoy por mercar unos clavitos y algo de azúcar —dice el viejo.

—Digo, ese perro negro. Tiene parásitos.

Ahora se oían también aquí los sones de la banda de sicuris y al patrón obeso se le cayó una botella de las manos, vacía, y se rompió contra el suelo.

— ¿Qué es lo que trae, don Lucas? —El viejo, con mucho trabajo, abrió un trapo ya sin color y se lo enseñó.

—Poquita cosa es —dijo Aguaysol. Los demás ahora observaban en silencio—. ¿Qué podré darle por eso?

—Sí —dijo don Lucas—. Será pues azúcar y unos clavitos de ayuntar madera.

— ¿No tiene más?

—Pues sí tengo, mi señor.

— ¿Y dónde está? Traigaló.

—Ta extraviao. Sale poco, ahorita.

— ¿De dónde trae ese oro, viejito? —preguntó Arismendi, que se había puesto de pie. El anciano no pareció oírlo, ni verlo, y dijo:

—Poquita cosa.

— ¿De dónde viene? —insistió el piloto, poniendo una mano en el hombro del viejo.

—Lejos es, mi señor.

— ¿Cómo de lejos?

—No hay sol ahí; trastornando el río de las Burras, lugares demás réfalos, por la escarchita... ¿De esos clavitos cabezones, tenís? —El viejo miraba al almacenero y sonreía por la ranura de sus ojos casi blancos.

—Tendremos que tantearlo, nomás; se me ha roto la balanza.

El perro flaco comenzó a gruñir nuevamente y Arismendi le tiró una patada.

—Ta helándose el fuego de la tierra —dijo el viejo, sin mirar a nadie.

— ¿Cómo?

—Su corazón del fuego es de este orito... El señor obispo hai tar sabiéndolo.

Aguaysol le dio una docena de clavos y el anciano se fue sin oír nada más, sin ver a nadie, lentamente y en silencio, como si todo estuviese muerto.

En el rincón, apoyados en la mesa, los otros dos que bebían sin hablar ni moverse, se habían dormido.

—Ya ven —dijo Arismendi—. Ya lo estamos viendo.

Nadie más dijo nada.

IV

Tobías, sentado en una piedra junto a su mujer, comía un pedazo de pan. Esperarían allí todo el tiempo porque habían venido para eso. El señor Gobernador tendría que saberlo. Seguramente lo sabría y les haría la merced de decírselos; porque era autoridad. Tobías masticó dos o tres bocados del pan y le dio el resto a su mujer. El perro comedor de sapos se les había vuelto a reunir y yacía de barriga, aparentemente ajeno, con el hocico apoyado en sus patas delanteras, aunque atento a las moscas, que lo inquietaban porque en su lugar no las veía siempre.

Tobías, en cambio, sí conocía moscas, y también, una vez, había visto un tren, a lo lejos; y ahora, con Isabela, habían visto un gato blanco; buena señal. A poca distancia, entre un grupo de gente, descubrieron al compadre Diógenes y a su hijo mozo, y fueron hasta ellos. También estaban, juntos o muy cercanos, Candelario Cruz, Juan Zerpa, apodado don Zerpita por lo mermado de su talla, Matías Sustituto Luere y don Juan Arias, con sus tres hijos y tres entenados, dos de ellos sordomudos, Domingo Sarapura, un Encarnación Rosales, quien de mañana temprano había extraviado a su abuelo que andaba en busca de unos clavos, y varios conocidos más; sin contar las mujeres. Don Zerpita traía una botella de alcohol, que destapó para el convite, y al cabo todos fueron en dirección de la casa municipal, para esperar en ese lugar, donde incomprensiblemente había crecido un sauce muy coposo, pero no debajo del árbol, porque desconfiaban de la sombra de los árboles.

Allí, mientras esperaban, entre todos recordaron, diciéndolo o de mero pensamiento, los días aquellos cuando vino el maestro de escuela y el cura trajo el órgano y les enseñó a cantar misa y vísperas y canto llano y echó agua en la cabeza de los niños y sal en sus labios.

Sonaron algunos cohetes con gran escándalo de los perros, que corrieron a buscar refugio entre los hombres.

Candelario Cruz esperaba al Gobernador para pedirle que pusieran a su hijo en la Armada; había oído decir que en el mar a los hombres se les suelta la lengua y se hacen sabios, y aquí andábamos muy necesitados de gente que supiera qué íbamos a hacer. Antes, los mandamientos y las leyes eran en verso y todos los conocíamos, ahora están escritos en papeles y sólo de monaguillo para arriba los conocen, los demás andamos como los ciegos.

Matías Sustituto había venido para entregar a las autoridades un recado dirigido a su mujer, a quien hacía cuatro años se llevaron para el sur, a servir, y desde entonces no había vuelto.

Apoyado contra unas piedras amontonadas que esperaban destino, Tobías observaba con sus ojos neutrales todo el movimiento de la fiesta; el cielo claro, aunque ahora con algunas manchas plomizas hacia el poniente y, más allá de los baldíos deslindados por bajos cercos de adobe, los penachos de un maizal secretamente movidos por la brisa; debidamente apartada, pero no lejos de él, su mujer —de apenas catorce años, según sus cuentas— sentada en el suelo hilaba, sin levantar la vista de su rueca. El fuego que encendieran al llegar con algunas raíces secas, enrarecido, acababa de morir por abandono.

Domingo Sarapura tenía un papel guardado debajo de su camisa, escrito hacía mucho, para entregar al Gobernador, donde se hablaba de unos títulos y unas mercedes viejas. A poco, la botella de alcohol quedó agotada y don Zerpita, que descendía de uno de los alzados y fusilados en Yavi, no hallaba qué querer. Tampoco las mujeres lo sabían.

Desde la casa municipal llegaban el ruido del banquete, las voces y las risas de los principales rodeando la larga mesa del Gobernador, los discursos floridos y el son de la música.

De pronto crujieron los portones, se oyeron unos aplausos apresurados, y apareció el Gobernador; los que esperaban trotaron para verlo mejor, aunque enseguida fueron obligados a detenerse. Todos prepararon sus petitorios. Pero el Gobernador inició de inmediato un discurso y habló sin pausa acerca de la grandeza de nuestro destino nacional, comparó a la bandera con los colores del cielo, y luego regresó; crujieron los portones de la casa municipal, al cerrarse, y al cabo, en el silencio de afuera, volvieron a oírse las risas, las salutaciones y la música, y un fuerte olor a corderos asados y a humazón de la gran pira en el centro del patio flotó en el aire por unos instantes, hasta que el viento se lo llevó. Los hombres que esperaban no se miraron entre sí, ni hablaron, ni se movieron. Pero todos alcanzaron a ver algo como la sombra de un ave, de un gran pájaro errante; el mismo que ya algunos habían visto posado en una piedra, en el páramo. El sol, pálido y grande, comenzó a irse y llegaron apuradas las sombras de la tarde. Entonces don Zerpita, aprovechando el silencio, rompió a llorar, como suelen hacerlo en esta tierra los hombres cuando están borrachos.

— ¡Ay, madrecita, llenura de desdichas!

Tobías levantó la alforja donde llevaba el avío y ofreció su mano a Isabela para ayudarla a ponerse en pie; ella recogió la rueca y unas flores amarillas que esa mañana había comprado en la feria y juntos, con el perro comedor de sapos, siguieron a los demás. En el andar se les juntaron otros. Y todos, sin hablar ni concertarse, como una claridad develada en sueños o al fondo de la memoria tenebrosa, lo supieron. La noche confundió los cuerpos y echaron a andar, recogiendo algunas piedras en el camino, cruzando los baldíos en dirección de los maizales y del campo.

V

Al alba del día siguiente el sol había devuelto la naturaleza aparente de las cosas. El viento se fue con la noche y casi todos dormían a pesar de la destemplanza y de la gula, excepto el Gobernador y su escasa comitiva, prontos a regresar.

Arismendi, el piloto, fresco y bien dormido cruzó el campo y, cuando estuvo a pocos pasos, observó, al principio con estupor, que el aeroplano estaba fuertemente amarrado con lazas —que rodeaban su cuerpo, con algunas abolladuras, sus alas, el eje de sus ruedas—, sujeto al suelo con estacas y grandes piedras. Llamó entonces a los demás, a gritos y, cuando los primeros de la comitiva estuvieron cerca, dijo:

— ¡Ya ven! Les dije una sola cuerda a estos idiotas. ¡Miren cómo lo han hecho! ¡Como si estuviera preso!

Desde el maizal vecino, sin haber dormido, ocultos entre las chacras, los hombres observaban, sigilosos y atentos. Tobías Colque, que esa noche, al campo raso había yacido con su mujer, ahora la tenía de la mano y miraba al frente. Ni siquiera don Zerpita se había rendido; los tres hijos y los tres entenados de don Juan Arias reían sin mesura y querían salir de entre las plantas. Encarnación Rosales había encontrado a su abuelo, con un paquete de clavos en el bolsillo, ahora sin su bastón, extraviado en la noche. El viejo también miraba hacia el centro del campo, con sus ojos blancos. A lo lejos, balaron unas ovejas cautivas en la feria y se oyó a los hombres vociferar. Pero ellos ya no estaban inermes ni desnudos, ni ensuciados. Entonces el viejo Lucas se puso de pie y su estatura llegó hasta las mazorcas y habló y en su voz estaban el viento y el agua y el aleteo susurrante de los pájaros al recogerse cuando cae la noche.

viernes, 9 de julio de 2021

¿QUÉ ES LA POESÍA?

Apartado 2 del capítulo I: Haiku: estudio preliminar, del libro El zen en la literatura y la pintura, Samuel Wolpin, editorial Kier, 1985, Buenos Aires.     

«Las palabras tienen un uso determinado, pero aún las palabras más nobles no son sino ruidos en el aire. Mueren, y al morir sobreviene el silencio, el silencio y un índice que señala el Camino».

Esa poesía tan sintética como es el haiku sólo se hace visible al lector cuando éste aporta su cuota, no en el sentido de completar el cuadro, ni en el de desentrañar el simbolismo que expresa, sino en el presupuesto de que el lector vive la poesía, vive el zen, que es la única manera de saber algo sobre la poesía, algo sobre el zen.

Lo poético ha sido enfocado en Occidente bajo distintos colores de cristal. «Poético» -dice Blyth- puede adscribirse a tres significados diferentes: el poeta, el sujeto (tema) del poema y el poema mismo; Burns, la rata o el poema que él escribió sobre ella. Burns era un poeta. Esto  significa que por sobre otros hombres, él vio la Vida de la vida. También era un poeta que escribió poesía; esto es, el poder latente en él se expresaba en lo que el siglo XVIII llamó «números armoniosos». Pero Burns en el vacío carece de significado: él necesitó la rata. Esa rata era un tema poético; ¿no lo era? Muchos labradores han tumbado antes nidos de ratas, sin pensamientos ni sentimientos poéticos, pero Burns los expresó; no tan sólo sus propios sentimientos personales, sino los sentimientos del hombre, de Dios, hacia la rata. La rata está bien, así como es, pero es trabajada por decirlo así como un objeto poético de la mente. Algunas personas prefieren las Ratas, algunas el poema sobre la rata.

Es una cuestión de gusto, de temperamento, y no hay disputas ni odiosas  comparaciones que hacer.

«Belleza es verdad, verdadera belleza» (Keats).

Keats quiso significar que mientras más se adentra alguien en la belleza, más la hace suya, más se sumerge su vida en la belleza y más se acerca a la realidad. No obstante, desde Aristóteles hasta Arnold se consideró que era necesario un gran tema para la poesía. Arnold dice que la trama lo es todo. Es inútil para el poeta imaginar que él tiene potencialmente todo; que él puede hacer de una cosa intrínsecamente inferior igualmente deliciosa como una excelente por la manera de tratarla. Wordsworth se mantiene fuera de esta tradición por instinto y por elección. Él elige al viejo, al pobre, al idiota, al errante, pero no prueba hacerlos deleitables para nada. «Nada es inferior o superior, delicioso o repugnante, sino que el pensamiento lo hace así».

Entonces, ¿qué hace de algo un gran tema? La respuesta es que por una parte es una concesión a la debilidad humana que ve la casa ardiendo desde el camino más terrorífica que las llamas del sol, un dolor de muelas más trágico que un terremoto o una epidemia. Por otra parte, el gran tema es en su naturaleza más rico sólo por mera cantidad y masa. El hecho de que Lear es un rey, Hamlet un príncipe, Otelo un general y César un emperador, agrega a la fuerza trágica de la acción, pensado intrínsecamente, pero no son más trágicos que Jesús, el hijo del carpintero: es el poeta el que decide el significado y la relación de calidad y cantidad.

Y no se puede cerrar este tema sin recurrir in extenso a Aldo Pellegrini quien supo, como ningún otro, definir para qué sirve la poesía, frase que cierra el presente capítulo y que puede colocarse sin que resulte chocante sólo al final de una larga cadena de acotaciones.

No se encuentra, dice el traductor al español de los surrealistas franceses, nada en la naturaleza que esté exento de poesía. Pero, ¿en qué consiste esa extraña cosa que existe en todas partes  y al mismo tiempo es tan rara; que está presente allí donde se vuelve la vista y, sin embargo, no resulta visible para todo el mundo?

Puede apelarse a un rodeo para entenderlo. La realidad no existe si no hay un hombre que la contemple; mejor dicho, lo que se entiende por realidad es algo concebido por el hombre y producto de la confluencia de dos factores simultáneos: uno externo y otro interno. En la comprensión de lo poético sucede algo parecido: es simplemente el momento en que entran en contacto un elemento que forma parte de las cosas (factor externo) con el sentido poético del hombre (factor interno). Pero entre la percepción corriente de la realidad y la percepción poética existe una diferencia fundamental. En la primera, el hombre resulta un componente pasivo, un simple receptor de la realidad, y por eso a este modo de percibir le convendría la designación de percepción pasiva.  En cambio, en la percepción poética, el hombre se proyecta fuera de sí mismo, se despersonaliza, abandona su yo para ir al encuentro de las cosas. Se produce una verdadera posesión de la realidad. Es una percepción activa y, por lo tanto, el conocimiento poético es, aunque parezca absurdo, más real que el llamado conocimiento empírico.

Lo que es motivo del conocimiento poético no está en la superficie sino en el fondo de las cosas, por eso el poeta desconfía de la realidad empírica: sabe que detrás de ella se oculta otra realidad menos variable, una realidad permanente.

Así, mediante la revelación poética, se tiene acceso al conocimiento de lo permanente.  Un poeta moderno, Pierre Reverdy, dice, refiriéndose a su libro Les épaves du ciel: «Mi poesía

es el resultado de la aspiración hacia una realidad absoluta». Para Novalis, la poesía también es «lo real absoluto». Este gran poeta alentaba siempre la esperanza de que una única palabra secreta fuera capaz de destruir la falsa realidad. Es realidad última, definitiva, la que trata de apresar el poeta. Si lo que busca la poesía está en el fondo de las cosas, ¿cómo penetrar allí si no es por un acto de amor? La penetrabilidad del amor lleva sin violencia a lo esencial. ¿Y qué es el amor sino un vivir en la esencia de las cosas? Por un acto de amor hay que ceder la vida a las cosas para poder realmente conocerlas. Las ciencias naturales, en cambio, destruyen las cosas para conocerlas.

¿Y en qué consiste esa esencia de las cosas sino en la fatalidad de transformarse? El espíritu poético capta esa fatalidad de transformarse que coincide con su propio acontecer. El conocimiento poético representa, por lo tanto, una verdadera comunión del espíritu con las cosas. ¿En qué medida se diferencia entonces lo poético de la ciencia; qué constituye la única y verdadera forma de conocimiento en el sentir común? El conocimiento científico cambia porque se dirige a lo aparente; así cambian las teorías, las leyes, los sistemas. El conocimiento poético es permanente, porque se dirige a las esencias. En ese sentido, la validez de la poesía desde Homero a hoy es inmutable.

Ya Croce en su "Poética" define a la poesía como la síntesis de lo individual y lo universal. Esta es la gran síntesis, aquélla de que hablan las llamadas filosofías tradicionales y las viejas ciencias herméticas como la alquimia: la síntesis del microcosmos y el macrocosmos, del hombre y el universo. De acuerdo con esta idea, expresarse poéticamente significa revelar lo universal a través de lo singular.

Ahora bien, expresar lo universal a través de lo singular se logra por el mecanismo de despersonalización del poeta. Este mecanismo constituye el paso fundamental para alcanzar la universalidad de  lo poético.

El movimiento hacia la despersonalización pone en juego el poder creador del espíritu, y éste da forma al conocimiento Intuitivo de lo esencial de la naturaleza, expresándolo no de un modo razonante, sino vital y humano.  Lo poético como conocimiento consiste en la aprehensión por el espíritu, mediante un acto iluminador, de la esencia  de las cosas, vale decir, aquello que en las cosas participa de lo universal. Ese conocimiento es mezclarse humanamente con las cosas, o sea, el establecimiento de un contacto íntimo entre lo universal que está en el hombre y lo universal que  está  en  las cosas. Las formas que resultan de la creación son el producto de ese contacto con el mundo como totalidad y se identifican con él. Esas formas son infinitamente variables, y pueden estar dadas por la palabra, la figura, el sonido, el gesto, la acción, el color, etc., y cada una de esas formas se convierte en signo expresivo de un contenido poético. A su vez cada signo manifiesta también una infinita variabilidad determinada por su combinación con otros signos, de modo que su significado no es unívoco, sino que potencialmente posee todos los significados posibles. Así, el universo de las formas poéticas sufre una interminable metamorfosis paralela a esa esencia permanentemente cambiante de la que proviene.

La esencia de las cosas; de por sí inexpresable, sufre al objetivarse en formas, un proceso de  alquimia espiritual que la convierte en lenguaje poético.

El poder creador no responde a ninguna norma externa sino a impulsos internos absolutamente libres. Esta libertad de creación es un imperativo ineludible, sin el cual toda posibilidad de expresión poética queda eliminada.

El mundo sin la función del espíritu poético se torna inhabitable, pues lo poético está vinculado a la vida en su integridad. Un mundo sin poesía equivale a un mundo sin vida humana. El poeta  ̶ designación que adquiere aquí un carácter muy amplio y abarca toda forma de expresión humana: verbal, plástica, musical o de conducta  ̶ conserva los valores eternos del espíritu y los transmite a los otros hombres. Lo poético constituye así el mecanismo más importante de valorización de lo espiritual y de acceso a un estado superior del hombre, en el que se afirma como existencia  auténtica y como ser libre.

La poesía es una mística de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de expresarse sino un modo de participar de la realidad misma. Recurre a la palabra, pero busca en ella su valor originario, la magia del momento de la creación del verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad misma. El poeta mediante el verbo no expresa la realidad, sino que participa de ella.

Luego, ya en conocimiento de estas acotaciones para que nadie se ofenda, la prometida definición de Pellegrini acerca de la utilidad de la poesía: "La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles".